Cataluña vista desde España – ELPAIS.es – Opinión

Estas son algunas de las razones que explican la frialdad con que el proyecto ha sido recibido en ambientes que en el pasado pudieron simpatizar con las demandas catalanas. Las reivindicaciones nacionalistas tienen cansada y aburrida a la opinión pública española, que detecta además en ellas una cierta artificialidad. Porque la ciudadanía catalana, según los sondeos, tiene un grado de militancia nacionalista muy inferior al de sus representantes políticos; lo cual parece indicar que, más que un genuino conflicto social o cultural, esta afirmación incesante y creciente de la identidad encierra un interés por crear el conflicto, para marcar, reservar y ampliar espacios de poder propios.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Actualmente dirige el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Actualización:

Como bien dice Maty, el artículo dejará de estar disponible en unos días, así que lo pongo entero en seguir leyendo.

Cataluña vista desde España

Se extrañan algunos intelectuales y políticos catalanes de la falta de apoyo que ha encontrado entre la opinión liberal o progresista el reciente proyecto de Estatuto. Intentaré dar una explicación para esta frialdad, apoyándome no tanto en las demandas específicas que el texto contiene como en su lenguaje, en la visión del mundo que revela, que creo inserta en los esquemas mentales del nacionalismo más clásico.

Limitándome a su preámbulo y sus artículos iniciales, en definitiva los de mayor importancia simbólica, en el proyecto se halla constantemente presente una Cataluña esencial, idéntica a sí misma, cargada de «derechos históricos», agraviada siempre por «España» y a la vez impermeable a toda influencia española. Los autores del texto ni siquiera parecen ser los diputados que lo redactaron y aprobaron, sino «Cataluña», ente espiritual que ha «definido una lengua y una cultura» o «modelado un paisaje» en esa parte del globo. Recuerda el lenguaje de los obispos cuando presentan sus demandas en nombre de «Dios». Las iglesias tienen, al menos, textos revelados que utilizan como poder para hablar en nombre de los seres celestiales. Los nacionalismos no, pero se anclan en el mundo de lo intemporal con la misma soltura.

Cataluña se ve también dibujada como un organismo vivo, dotado de voluntad y capacidad de raciocinio: «Cataluña considera…, quiere…, expresa su voluntad de». Es un retorno al Volksgeist, a las almas colectivas, a los caracteres nacionales, a la visión orgánica de las sociedades, propia del romanticismo de mediados del siglo XIX. Es asombroso que, a comienzos del XXI, un 89% del Parlamento catalán suscriba esta manera de entender el mundo.

Sorprenden también las referencias a la historia como legitimadora de este proyecto político. Es una historia sesgada, sólo interesada en avalar la existencia de una identidad nacional permanente. Más cierto sería decir que las instituciones del Antiguo Régimen defendían privilegios corporativos y no tenían el menor contenido «nacional» (¿quién pensaba entonces en «pueblos soberanos»?). Aparte de falsear la historia, este planteamiento es radicalmente antidemocrático, porque obliga a los actuales o futuros ciudadanos de Cataluña a ser «fieles al pasado», a ese pasado idealizado y pétreo de los nacionalistas. Y peor aún es recurrir a la historia en nombre del progresismo, porque tanto los ilustrados como los revolucionarios anti-absolutistas eran enemigos de las legitimidades derivadas de la historia; lo que querían era precisamente rectificar la historia en nombre de la razón, eliminar los errores y prejuicios heredados de los «siglos oscuros».

El texto respira, por otra parte, una mal disimulada animadversión contra España. La palabra misma, «España», apenas aparece mencionada, salvo para definirla como un «Estado plurinacional» o para referirse a «los pueblos de España»; osadía notable ésta de aprovechar un texto sobre uno mismo para definir al otro. Su término preferido, cuando la alusión es inevitable, es «el Estado», incluso sin el adjetivo «español». Y se dice que el «espacio político y geográfico de referencia» de Cataluña es la Unión Europea, sin mencionar a España ni como escalón intermedio. Todo lo cual destila voluntad de ignorar a España, si no abierta aversión. ¿Quién puede extrañarse de que quienes tienen un lazo sentimental profundo con España se sientan agredidos?

Muy distintas serían las cosas si el discurso preliminar fuera el que otras veces hemos oído a Maragall, o el que utilizaron algunos de los defensores de este proyecto ante el Congreso de los Diputados, con declaraciones de simpatía o hermandad con España e intención de contribuir a un futuro democrático común. Nada de eso figura en el texto.

Es difícil, por último, evitar la sensación de que en demandas como las de este texto hay una cierta doblez. Dicen algunos de sus defensores que sólo se trata de buscar una fórmula de convivencia para que los catalanes se encuentren «cómodos» en España, para integrarlos mejor en el conjunto. Pero otros van más lejos y declaran que es sólo un primer paso hacia la soberanía. Los nacionalistas ligan nación con soberanía, aunque el texto no lo haga. Y considero legítimas estas intenciones confederal-independentistas; pero no se puede firmar un texto que encierra, de manera nada solapada, dos proyectos diferentes.

Estas son algunas de las razones que explican la frialdad con que el proyecto ha sido recibido en ambientes que en el pasado pudieron simpatizar con las demandas catalanas. Las reivindicaciones nacionalistas tienen cansada y aburrida a la opinión pública española, que detecta además en ellas una cierta artificialidad. Porque la ciudadanía catalana, según los sondeos, tiene un grado de militancia nacionalista muy inferior al de sus representantes políticos; lo cual parece indicar que, más que un genuino conflicto social o cultural, esta afirmación incesante y creciente de la identidad encierra un interés por crear el conflicto, para marcar, reservar y ampliar espacios de poder propios.

La búsqueda realista y honesta de una fórmula de convivencia para España no debe partir del reconocimiento de «las naciones que componen este Estado», sino de la complejidad de las sociedades contemporáneas. Lo cual significa que los ciudadanos tienen hoy una identidad múltiple (local, regional, nacional, europea…) y que la pluralidad cultural afecta a todos (no sólo al Estado central). Significa, en resumen, abandonar el nacionalismo, porque un nacionalista es leal a una identidad única o de importancia incomparablemente superior a cualquier otra; y su sueño son sociedades culturalmente homogéneas y políticamente soberanas. En el país y momento en que estamos, esta fórmula de convivencia pasa por la consolidación de la organización autonómica existente, avanzando quizás hacia un modelo federal pleno; y dejar que pase el tiempo, que los ciudadanos se habitúen a unas instancias de poder complejas, entre las que el Estado será una más, progresivamente diluido en un contexto que tiende hacia lo supraestatal.

Quienes tanto hemos admirado la cultura cosmopolita y moderna de los catalanes esperábamos de ellos una propuesta más sofisticada, un proyecto compatible con identidades plurales, con referencia a leyes, garantías y libertades, contexto internacional, y no a derechos históricos, comunidades orgánicas y entes metafísicos. Por eso nos decepciona el texto que tenemos sobre la mesa.

José Álvarez Junco es catedrático de Historia en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense. Actualmente dirige el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.