Trinidad Jiménez, secretaria de Política Internacional y de Cooperación del PSOE, publica hoy un artículo de opinión en El País () que podéis leer completo en seguir leyendo. En primer lugar, felicidades, Trinidad, porque hoy es tu santo.

Paso a fiskear la primera parte del artículo, porque hoy no me da tiempo a más. Mañana, si Dios quiere, seguiré.

En estas últimas semanas hemos asistido a un intenso debate -e incluso a un enfrentamiento- entre los que son partidarios de regular el matrimonio entre personas del mismo sexo y aquellos que consideran que la institución del matrimonio no admite cambio alguno.

Es peligrosa la tendencia del PSOE a identificar debate con enfrentamiento. Siempre que se refieren a los ciudadanos que no estamos de acuerdo con sus políticas nos acusan de enfrentarnos con el poder legítimo. Así no es extraño leer en algunos blogs neoprogresistas que deberían taparnos la boca a los católicos. Las prédicas de los «popes» neoprogresistas nos identifica con la desestabilización y, claro, las turbas enseguida deducen consecuencias: que se les tape la boca. Trinidad, ojo con lo que insinúas.

En el ámbito político, las discusiones se han centrado, sobre todo, en la conveniencia de que la expresión «matrimonio» pueda albergar a una realidad diferente a la existente hasta el momento (unión entre hombre y mujer) y a la posibilidad de que estos nuevos matrimonios puedan adoptar hijos. Más allá del respeto a la posición de cada uno, lo cierto es que con los cambios que se han propuesto en el Código Civil estamos acabando con una discriminación inaceptable, como es la de negar a gays y lesbianas la posibilidad de disfrutar de un derecho de ciudadanía. Si realmente creemos que todos tenemos los mismos derechos, si defendemos una sociedad de iguales donde no exista discriminación alguna a la hora de disfrutar de derechos, tendremos que concluir que todas las personas, sin exclusión, tienen derecho a escoger la forma que deseen para regular su vida en común.

Este párrafo es especialmente revelador en su incoherencia. Parte de que la definición de matrimonio es absolutamente relativa (conveniencia de que la expresión «matrimonio» pueda albergar a una realidad diferente a la existente hasta el momento) para, acto seguido, afirmar que ella nos va a decir la verdad, al margen de las disputas (lo cierto es que con los cambios que se han propuesto en el Código Civil estamos acabando con una discriminación inaceptable). Nos asegura que el matrimonio es lo que el poder político defina en cada momento pero que, al margen de las diferentes opinones, el germen de verdad es que la opinión contraria a la suya es inaceptable. Autoritarismo puro. La idea de fondo es que todo lo puedo poner en cuestión pero, los que no piensan como yo, no pueden poner en cuestión mi opinión. ¡Qué cómodo, qué fácil es vivir en el relativismo autoritario!

No es extraño que, tras este pensamiento, se produzca lo que está pasando. Que quienes piensan así reclamen la intervención de lo jueces para que castiguen a quienes nos oponemos al avance de los derechos de ciudadanía de un colectivo y, por tanto, estamos defendiendo una discriminación inaceptable. Todo el planteamiento es parte de la mentira inicial de considerar que las definiciones implican negación de derechos. Definir el matrimonio como «Unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales» (DRAE) es, para Trinidad Jiménez, una discriminación inaceptable pero no deja de ser la realidad. Si es, como ella dice, una discriminación inaceptable, igualmente es una discriminación inaceptable la definición de sociedad anónima, la de padre, la de madre, la de hijo, la de abuela o la de primo. En el fondo subyace el autoritario deseo de imponer la realidad, de cambiar su naturaleza para inventar una estructura nueva de pensamiento en la que cualquier realidad estable sea sustituida por la definición mutante de nuevos conceptos: ya no hay matrimonio, ya no hay familia, ya no hay padre o madre o hijo o abuela sino que, como dice más adelante, todas las personas, sin exclusión, tienen derecho a escoger la forma que deseen para regular su vida en común. ¿Y pretende que esto no debe molestar a quienes piensan que el matrimonio es algo definido? ¿Pretende que cambiar las definiciones de nuestra vida en común debería darnos igual?

Evidentemente, si cada persona tiene derecho a escoger la forma que desee para regular la vida común, no hay obstáculo alguno para considerar como matrimonio legal la poligamia, la poliandria, el incesto, etc. Démonos cuenta, al menos, de que gracias a este PSOE estamos abriendo la puerta a la desaparición de la familia y del matrimonio y de que mantener lo contrario es un engaño. El PSOE actual no tardará en aceptar estos tipos de vida en común y en incluirlos en la definción de matrimonio, puesto que no hay nada que defina establemente el matrimonio y todo tipo de convivencia puede serlo.

Trinidad nos lo ha dicho claramente y a través de El País.

Sigue en El poder político no es Dios II

La Iglesia no es un poder político

Trinidad Jiménez

En estas últimas semanas hemos asistido a un intenso debate -e incluso a un enfrentamiento- entre los que son partidarios de regular el matrimonio entre personas del mismo sexo y aquellos que consideran que la institución del matrimonio no admite cambio alguno. En el ámbito político, las discusiones se han centrado, sobre todo, en la conveniencia de que la expresión «matrimonio» pueda albergar a una realidad diferente a la existente hasta el momento (unión entre hombre y mujer) y a la posibilidad de que estos nuevos matrimonios puedan adoptar hijos. Más allá del respeto a la posición de cada uno, lo cierto es que con los cambios que se han propuesto en el Código Civil estamos acabando con una discriminación inaceptable, como es la de negar a gays y lesbianas la posibilidad de disfrutar de un derecho de ciudadanía. Si realmente creemos que todos tenemos los mismos derechos, si defendemos una sociedad de iguales donde no exista discriminación alguna a la hora de disfrutar de derechos, tendremos que concluir que todas las personas, sin exclusión, tienen derecho a escoger la forma que deseen para regular su vida en común. Si todos somos iguales ante la ley, todos debemos tener la posibilidad de optar por una forma de convivencia que tiene consecuencias jurídicas, sociales y económicas, de ahí que no sea indiferente que se llame «matrimonio» o «unión». ¿Por qué, entonces, esa insistencia en querer «equiparar» a personas del mismo sexo para el disfrute de algunos derechos y negarles la posibilidad de contraer matrimonio? ¿Por qué una figura jurídica civil, como es el matrimonio, debe estar inspirada por la religión católica, sobre todo cuando ésta no reconoce como «válido ante Dios» el matrimonio civil? Quizás porque es la forma de negarse a aceptar una realidad que, en el fondo, no aceptan.

La posición de la Iglesia católica en torno a este asunto ha sido, no sólo de rechazo, sino abiertamente beligerante. De hecho, en las últimas semanas, la Conferencia Episcopal ha emitido un comunicado sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo, llamando abiertamente a los legisladores y funcionarios católicos a rechazar y no cumplir la ley que permite el ejercicio de dicho derecho. En este sentido, habría que señalar que la Iglesia católica no puede comportarse hoy día (eso pertenece al pasado) como un poder político, sino como una instancia moral y, en tal condición, tiene que respetar la autonomía de las autoridades políticas democráticamente legitimadas para decidir las reglas que ordenan la convivencia de una sociedad. Nadie le niega a la Iglesia el derecho a defender sus valores y a criticar lo que considera contrario a su moral, pero sí habría que recordar que no puede pretender imponer sus valores, porque ni todos los ciudadanos son católicos ni todos los católicos coinciden con las posiciones de la jerarquía eclesiástica. Y es que el logro para una convivencia pacífica entre el Estado y la Iglesia católica, y entre el Estado y cualquier confesión, sólo puede sustentarse sobre el respeto mutuo y el reconocimiento por ambas partes de sus respectivos ámbitos de competencias.

Si respetamos este principio básico de no colisión entre la esfera civil y la religiosa, pocos dudarán de que la Iglesia católica debe dirigirse a sus fieles, mientras que el Gobierno tiene que gobernar para todos los ciudadanos. El ordenamiento jurídico de un Estado democrático -en el que coexisten diversas concepciones sobre lo que es moralmente aceptable y valioso- no puede reflejar e imponer coactivamente una de las éticas existentes, sino sólo aquellos valores y principios básicos aceptados por la mayoría de los ciudadanos. En la sociedad actual los códigos morales vigentes no sólo son plurales, sino, incluso, cambiantes, por lo que los gobernantes democráticos deberán estar muy atentos a dichos cambios y adaptar nuestras normas de convivencia para asegurar el bienestar a esa mayoría. Una de las formas de prestar atención a los cambios que se producen en las convicciones éticas de la sociedad es proponer a los ciudadanos, en los programas electorales, modificaciones en el ordenamiento jurídico que, de contar con el respaldo de la mayoría, se llevarían posteriormente a efecto. Conviene subrayar aquí que una regla fundamental de la ética política es cumplir con los compromisos electorales.

Por otro lado, es preciso tener en cuenta que los distintos grupos ideológicos y religiosos que concurren en la sociedad civil no son -desde el punto de vista de las ideas y valores que profesan- bloques monolíticos e inmutables. Existen dentro de ellos sectores conservadores e inmovilistas y sectores reformistas y dinámicos, sin que ninguno de los mismos (ni siquiera el sector oficial) pueda decir que representa el parecer de todos. Concretamente, en la Iglesia católica -que es una realidad mucho más amplia que la de su jerarquía- las posturas sobre problemas morales como los suscitados en torno a la guerra, la injusticia, el aborto, el sexo o la investigación científica, son muy variadas y están sometidas, dentro de ciertos límites, a los cambios que reclama la sociedad. Se incurre, por ello, en una simplificación susceptible de falsear la realidad cuando se dice que determinadas modificaciones legislativas ofenden a los católicos y, lo que es más grave, pretenden que éstos se enfrenten a las autoridades democráticas que deciden dichos cambios.

La reforma que en el Código Civil se hace sobre el matrimonio -que supone una indiscutible innovación en materia de derechos civiles- podrá ser rechazada por los católicos que legítimamente opten por la conservación del orden establecido, pero con el límite que impone el deber de cumplimiento de lo que disponga el Gobierno y el Parlamento en el ejercicio de las atribuciones que les asigna la Constitución. Exigir, por ello, que se regule la objeción de conciencia para dejar en manos de algunos ciudadanos y autoridades el cumplimiento de una ley iría directamente en contra de la Constitución. El artículo 9º.1 de la Constitución recoge el principio de sujeción de los ciudadanos y los poderes públicos al ordenamiento jurídico. Se trata de un principio constitucional sobre el que no se puede establecer una excepción por ley ordinaria.

En todo caso, exigir que se legalice la objeción de conciencia para que determinados funcionarios públicos decidan sobre el cumplimiento de la función que les asigna una ley es una actitud difícilmente justificable en nombre de la conciencia. No sólo porque estamos hablando de una ley que no tiene un sentido restrictivo y, muy al contrario, amplía el ejercicio de un derecho que a nadie perjudica y a muchos puede beneficiar, sino porque la conciencia de un funcionario público debe estar informada por los valores de la sociedad democrática. A todo ello cabría añadir que, en el supuesto de la ley que autoriza el matrimonio entre personas del mismo sexo -y aún admitiendo que la misma se encuentra en contradicción con los valores que propugna la religión católica-, hemos de recordar que no todos estos valores están incorporados al ordenamiento constitucional. Si consideramos que la Constitución española afirma expresamente en su artículo 16.3 que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», llegaremos a la conclusión de que la objeción de conciencia al cumplimiento de la citada ley no queda amparada por el derecho a la libertad religiosa.

Cuando la jerarquía católica invoca determinados periodos históricos para justificar la resistencia al cumplimiento de la ley por considerarla «injusta», no sólo está desconociendo los distintos momentos en que ha tenido lugar (en el caso actual, su plena legitimidad democrática), sino que para que una ley pueda ser considerada, hipotéticamente, injusta tendría que lesionar o limitar derechos individuales. Y no es el caso que nos ocupa. Los derechos son siempre individuales y no puede haber apropiación de ellos de ningún grupo social, mayoritario o minoritario, sino garantías por parte de los poderes públicos para el pleno ejercicio de los mismos.