Elogio de la ironía
Alejandro Llano

Me siento muy identificada con este texto, la verdad. Me he alegrado enormemente al leerlo. La ingenuidad que a veces se atribuye a los anglosajones está cargada de ironía. Es decir, uno sabe perfectamente que está argumentando con un cínico, pero se empeña en seguir ofreciendo -con sentido del humor, consciente de lo relativo que resulta el empeño en convencer- la verdad tan sencilla, tan sin elaborar, tan inocente que parece ingenua. Al final, ella, la verdad, se va a imponer.

Esa ingenuidad es la única que consigue mantenerse en pie, porque tiene la flexibilidad del junco, que no se quiebra.

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Por ejemplo, es verdad que la difusión oficial del uso del preservativo no disminuye los casos de infección por sida, sino que los aumenta, al fomentar la promiscuidad y elevar estadísticamente el número de los fallos de tan viejo y primitivo procedimiento. Está científicamente comprobado el hecho de que, en África, el porcentaje de contagiados es inverso a la proporción de católicos entre la población de un determinado país. Y, sin embargo, proclamar esta evidencia constituye una notoria ingenuidad, dado que lo políticamente correcto consiste en mantener que la institución de la Iglesia católica está perpetrando un genocidio al recomendar la abstención sexual fuera del matrimonio o de una pareja estable.

Por eso, a mí cuando me dicen que las cosas no hay que decirlas así, tan claras, sino ofreciendo otros argumentos más rebuscados, la verdad es que me pierdo, porque ¿de qué sirve entrar en diálogo con quien no admite la verdad tal cual es sino sólo cuando se adapta a sus prejuicios?

No es otro el fundamento del optimismo: que la realidad trabaja a favor de los ingenuos. Los programas sociales que se empeñan en ir a contrapelo de la evidencia consiguen, sin duda, éxitos parciales y momentáneos, porque el poder fascina y las recetas sofísticas seducen. Mas, al carecer de vida, al no poder articularse dinámicamente, acaban por abocar al estancamiento. De ahí que la ironía sea un recurso imprescindible frente a los ilustrados y pedantes. “Desconfía, hijo mío, de las personas serias, recomendaba Unamuno. Porque el que no sabe reírse de sí mismo es tonto de remate”.

Ciertamente es así. Qué necesitado anda el mundo de la opinión de la ironía. La blogosfera también. Yo no sé vosotros, pero estoy aburrida de leer polémicas en las que la gente se disfraza de dignas y ofendidas doncellas ante pretendidas afrentas que ellos mismos han cometido decenas de veces.

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Elogio de la ironía Buscar una alianza de civilizaciones oportunista sólo es posible a fuerza de superficialidad Alejandro Llano

DEFINÍA Platón a los sofistas como mercaderes ambulantes de golosinas del alma. Y hoy está el mercado de la información y de la cultura repleto de chiringuitos donde se expenden todo tipo de materiales azucarados totalmente incompatibles con la tan celebrada dieta mediterránea. Pues bien, ahora, como entonces, una de las pocas herramientas eficaces para combatir el abotargamiento intelectual es la ironía. No la ironía ácida, a la que también nos han acostumbrado los sofistas, sino justamente la que surge de la ingenuidad. Porque lo más inocente de todo es llamar a las cosas por su nombre y —como el Juan de Mairena machadiano— ir por ahí anunciando que la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.

Por ejemplo, es verdad que la difusión oficial del uso del preservativo no disminuye los casos de infección por sida, sino que los aumenta, al fomentar la promiscuidad y elevar estadísticamente el número de los fallos de tan viejo y primitivo procedimiento. Está científicamente comprobado el hecho de que, en África, el porcentaje de contagiados es inverso a la proporción de católicos entre la población de un determinado país. Y, sin embargo, proclamar esta evidencia constituye una notoria ingenuidad, dado que lo políticamente correcto consiste en mantener que la institución de la Iglesia católica está perpetrando un genocidio al recomendar la abstención sexual fuera del matrimonio o de una pareja estable.

El inminente riesgo de atentados en los vuelos desde aeropuertos del Reino Unido ha vuelto a disparar el discurso sobre el fundamentalismo religioso y la necesidad de promover el laicismo para difundir una cultura de paz. Pero se ha vuelto a demostrar que los potenciales terroristas, felizmente detenidos, no eran precisamente activistas religiosos provenientes de conventículos orientales, sino ciudadanos británicos de segunda generación que han recibido una enseñanza laica y viven en grandes ciudades de ambiente cosmopolita. Se repite de nuevo lo que ya vimos en los casos del 11-S y del 11-M. El terrorismo es una perversión de la Ilustración radical y no surge de ninguna vivencia religiosa auténtica. El diagnóstico oficial falla de nuevo.

“El alma africana y el alma asiática están horrorizadas ante la frialdad de nuestro racionalismo”. Lo acaba de decir Benedicto XVI, que sabe de lo que habla y nunca miente. La manera de establecer un diálogo entre civilizaciones no discurre por la difusión de un helado secularismo, sino por el encuentro entre las raíces humanistas y el hondón religioso que laten en todas las culturas. Buscar una alianza de civilizaciones puramente retórica y oportunista —desde un planteamiento contrario a todo lo religioso— sólo es posible a fuerza de superficialidad. Es también el Papa quien, en la misma entrevista reciente con periodistas europeos, mantiene que el único camino válido para ayudar a los países menos desarrollados es una educación que vaya más allá de lo puramente técnico y logre una formación del corazón para aprender en qué consiste perdonar y reconciliarse.

La desesperanza ante el equilibrio inestable —acompañado por el enconamiento del odio— en que ha desembocado la nueva fase de la guerra en el Líbano manifiesta claramente que la superioridad técnica no basta para conseguir una victoria. La situación de Irak lo había anunciado. Y es que, como decía el astuto Talleyrand, con las bayonetas se puede hacer todo menos sentarse encima de ellas. No resulta cómodo.

Los heraldos de una modernidad salvaje, en la que se hayan barrido los últimos símbolos de la tradición cristiana y humanista, están tratando de erguir nuevamente un cadáver. A estas alturas, deberían haber completado la autocrítica que su previo apoyo a diversos tipos de totalitarismo materialista exigía. Pero les cuesta demasiado aceptar la evidencia: que lo que ha hecho saltar por los aires sus utopías individualistas o colectivistas ha sido —pido disculpas por la tremenda ingenuidad— la naturaleza humana. Puede dársele el nombre que se quiera, pero lo cierto es que existe algo así como una ley natural que, expulsada por la puerta, vuelve a entrar por la ventana. Los anhelos más profundos de la condición humana no pueden ser eliminados ni por caudillos ni por ideólogos. Acaban por reaparecer con una tozudez insoportable.

No es otro el fundamento del optimismo: que la realidad trabaja a favor de los ingenuos. Los programas sociales que se empeñan en ir a contrapelo de la evidencia consiguen, sin duda, éxitos parciales y momentáneos, porque el poder fascina y las recetas sofísticas seducen. Mas, al carecer de vida, al no poder articularse dinámicamente, acaban por abocar al estancamiento. De ahí que la ironía sea un recurso imprescindible frente a los ilustrados y pedantes. “Desconfía, hijo mío, de las personas serias, recomendaba Unamuno. Porque el que no sabe reírse de sí mismo es tonto de remate”.