No nos merecemos esto

Ahora bien, afirmar que un partido está contaminado por sus orígenes, y que su defensa de la democracia o de la Constitución es automáticamente sospechosa, supone negar a ese partido la condición de interlocutor. Peor todavía. Dado que por “derecha” no se entiende sólo una institución partidaria, sino un hecho social, se está transmitiendo el mensaje de que los votantes del partido padecen un defecto de fábrica. El mal es esencial y vitalicio.

En este artículo de Álvaro Delgado-Gal hay un diagnóstico preocupado por el debate sobre el Estatuto catalán. No sólo se puede romper España territorialmente sino que se puede romper civilmente. Se está -desde que Zapatero llega a la secretaría general del PSOE- levantando un frente, un nuevo consenso, con los partidos de extrema izquierda y con los nacionalistas.

El efecto deseado, cada vez más descarado, es que quien se encuentra incómodo en tales compañías parece ser que no tiene sitio en España. La Constitución se ha quedado pequeña para la izquierda, lo vengo diciendo desde hace meses, y buscan otro consenso al margen de la mitad de España.

Para leer el artículo completo de Álvaro Delgado Gal pinchar en seguir leyendo.

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No sé cuántas horas estuve anteayer frente al televisor, siguiendo el debate sobre el Estatuto catalán. Calculo que unas 10. Son un montón de horas, más de lo que dura un viaje en coche desde Madrid a Finisterre o al cabo de Gata o Rosas o cualquier otro punto extremo de España. En los desplazamientos largos no sólo se viaja por fuera; también se viaja por dentro. La inmovilidad forzosa aísla al viajero de su entorno inmediato y provoca inmersiones, perdimientos, ensoñaciones. Estas inmersiones, estas ensoñaciones, son también una forma de pensamiento.

Salí del debate peor impresionado que quienes, a su conclusión o en la prensa al día siguiente, se declaraban ya pesimistas. No sólo se ha roto el consenso. Ha sucedido algo más grave que el desacuerdo entre los dos partidos sobre las premisas que deben inspirar la organización del Estado. El miércoles se percibió, se sintió, que una parte de España no reconoce a la otra como vigente a efectos civiles. De momento, la relación es asimétrica: es la izquierda la que ha anulado moralmente a la derecha. Intentaré explicarme con brevedad.

El Partido Popular ha hecho acusaciones muy graves contra el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Le ha llamado incompetente, tramposo; ha dicho también que está prisionero de los nacionalistas. Pero todavía no ha dado un paso ulterior y que resultaría funesto: el de afirmar que la izquierda no es democrática por definición. Lo segundo se distingue de lo primero por cuanto la idea de que un líder es desastroso no descalifica de raíz a un partido. Una jefatura presuntamente equivocada puede ser reparada gracias a un cambio en la cúspide del partido. Se trata de un mal, o una disfunción, interinos.

Ahora bien, afirmar que un partido está contaminado por sus orígenes, y que su defensa de la democracia o de la Constitución es automáticamente sospechosa, supone negar a ese partido la condición de interlocutor. Peor todavía. Dado que por “derecha” no se entiende sólo una institución partidaria, sino un hecho social, se está transmitiendo el mensaje de que los votantes del partido padecen un defecto de fábrica. El mal es esencial y vitalicio.

Los representantes de los partidos que han hecho causa común con el Gobierno concurrieron en esta noción, con la excepción de los canarios. Por la mañana, Manuela de Madre, en una intervención atroz, empezó insultando a los populares tras evocar los valores de la tolerancia y la libertad —tic permanente en el PSC—, y recordó que no todos habían reclamado la democracia con la misma convicción. Fue el pistoletazo de salida. De forma ritual, se afeó a los populares su extracción franquista.

Carod, que se había moderado parcialmente en su primera intervención, se despachó con insania bárbara en sus segundos y sobrecogedores cinco minutos. Sostuvo que Mariano Rajoy quería devolvernos al 1 de abril de 1939, y estableció un paralelo entre los populares y los nazis. ¿Es esto resultado del sistema de alianzas que se ha ido dibujando al albur de las contingencias políticas de los últimos cinco años, o el fundamento de esas alianzas? ¿Existían reservas mentales profundas en quienes suscribieron el pacto del 78, o la lucha táctica por el poder nos ha vuelto locos, y está en nuestra mano recuperar la cordura? Quiero pensar lo segundo. Quiero pensarlo. Quiero obligarme a pensarlo.

El PP acoge varios elementos. Hay gente con pasado antifranquista que vota al PP. Y mucha gente que vota al PP después de haber sido franquista o de proceder de familias que colaboraron con Franco. Franco duró 40 años en el poder. La Guerra Civil dividió a España en dos bandos y, por tanto, media España estuvo originalmente con Franco. Esto es historia, y es irrevocable. La derecha de prosapia franquista coadyuvó decisivamente al alumbramiento de la democracia y no ha meditado arreglos alternativos. Tomemos a Rajoy. Ignoro cuáles eran sus ideas cuando tenía 15 años. Ignoro cuáles fueron las ideas de sus padres, o si éstos tenían las mismas ideas. Pero, sin duda alguna, Rajoy es un hombre de derechas. Su discurso, muy duro, fue, sin embargo, un discurso laico. Tan siquiera replicó a las fulminaciones teológicas de sus rivales. Su segunda intervención, menos diestra retóricamente que la primera, fue más dramática, precisamente porque no estaba ya orientada a ganar un pulso dialéctico. Fue la intervención de un hombre que hace un diagnóstico, no la de quien se apresta a una acción futura. Dejar a la derecha sin sitio, y sin papel, es una pésima ocurrencia. Rematar la operación añadiendo que tampoco se merece un sitio, supone elevar al cubo la insensatez. No nos merecemos esto.