Dudaba si escribir algo sobre Belén Langdon, la última fallecida tras el desastre del Madrid Arena.

No la conocía, ni a nadie de su entorno, lo cual es un buen motivo para el silencio. Pero su historia me ha impactado.

Me ha impactado el cúmulo de circunstancias negativas que se dieron para que el resultado final fuera una muerte violenta, en alguien a quien parecía que le esperara una vida dichosa o, al menos, tranquila.

Belén tenía un apellido sonoro y selecto, como de familia de alto copete y que, curiosamente, coincide con el apellido del protagonista del Código da Vinci. Sin embargo, según leí en El Mundo, su familia estaba haciendo sacrificios para salir adelante. El padre había tenido que salir de España y trasladarse a Brasil para poder seguir con su trabajo de arquitecto.

Ya digo que no les conozco, pero no parece que los hijos de esa familia fueran educados en el hedonismo y la indisciplina, de la que todos ahora se hacen cruces: la juventud bebe y los menores salen hasta la madrugada. El mismo escándalo que manifestaba el capitán Renault al descubrir que se jugaba en el café de Rick en Casablanca.

Belén no tenía previsto ir a esa fiesta, pero sus amigas la convencieron. Se dio la circunstancia de que su madre había aprovechado el puente para pasar unos días con su marido en Brasil. Fatales coincidencias.

Sus amigas la recuerdan en una carta. Belén no era una cabra loca a la que se la llevó por delante su propia vida. No, Belen valía mucho. ¿Qué hacía en una fiesta de madrugada siendo una menor? Quizá lo mismo que hemos hechos miles de nosotros varias veces en la vida: lo que no debíamos. Y no nos pasó nada, seguimos adelante con una vida más o menos estable. Pero a Belén le salió desproporcionadamente cara la imprudencia.

Y al final escribí sobre Belén, porque hoy no me salía de la cabeza otra coincidencia. Belén estudiaba en Aldeafuente, el colegio donde don Enrique Monasterio era capellán y donde escribió, dedicándoselo a las alumnas, un libro que se ha reeditado en numerosas ocasiones: «El Belén que puso Dios«. Lo mejor del libro es que empieza por el final: el Belén del universo lo puso Dios para poder colocar el pesebre para su Hijo. Toda historia adquiere su sentido en el final, al que se orientan las tramas secundarias. Y a Belén la hemos conocido en su final aparente, como en una clave aparente que no da el sentido de todas esas desdichadas circunstancias que se fueron acumulando. Su final real permanece velado para nosotros, no para ella que ahora sí, entiende cabalmente toda su vida desde el principio de la creación.

* Enrique García-Máiquez me sugiere que cambie el título. Antes iba precedido del artículo. Le hago caso porque él ve mejor que yo, es escritor.