Os copio el discurso del Papa a la nueva embajadora de España ante la Santa Sede.

Destaca el Papa algunos aspectos de la situación de España: el paro y la crisis ante los cuales la Iglesia está respondiendo con la caridad al atender a tantas personas que no tienen recursos para subsistir; la actitud hostil de ciertos sectores sociales que denigran la religión, recurriendo incluso a la profanación; la postura de la Iglesia sobre la dignidad de ña vida humana, la enseñanza y el matrimonio y concluye con un recuerdo a su próxima visita a Madrid en agosto, para la JMJ.

Me ha llamado la atención la mención al ambiente denigratorio hacia la religión católica, porque efectivamente es cada vez más chocante la actitud de determinados colectivos poco relevantes en número pero que consiguen el apoyo de ciertos medios de comunicación. Estos episodios de odio a la religión -la profanación en Somosaguas o la pretensión de hacer una procesión atea el Jueves Santo- son escalofriantes por la carga de intolerancia que suponen. A estas personas les resulta insoportable la presencia de un símbolo o celebración religiosa – especialmente si es cristiana- porque han sido mentalizados de que la Iglesia Católica es el origen y culmen de todo el mal de la humanidad. Somos el atraso, la ignorancia, la intolerancia, la oscuridad, el autoritarismo; como si los males del mundo residieran en un grupo humano y religioso y no estuvieran repartidos por todos los seres humanos.

Esto es el origen de las represiones: la búsqueda de un chivo expiatorio que concentre todos los males de la sociedad. Muerto el perro se acabó la rabia, parecen concluir. La incitación al escarnio, la represión de las manifestaciones religiosas – como se está haciendo en Francia, como se pretende hacer en España- son fruto de una mentalidad totalitaria, de uniformar a la sociedad como si la convivencia fuera imposible entre diferentes.  La libertad religiosa es un arma de paz, como asegura el Papa, nunca una amenaza para la paz.

En este aspecto, me parece que el mensaje de la película «Encontrarás dragones» es muy adecuado al momento que vivimos: cada uno de nosotros es capaz de lo mejor y de lo peor, de la capacidad de venganza y de la de perdón. Tensar la cuerda, buscar la confrontación nunca producirá buenos frutos.

Estos días de la Semana Santa parecen especialmente adecuados para contemplar -con los ojos de la fe- al mismo Dios que se deja someter a las burlas, escarnios y muerte o para recordar -sin esa fe- a un justo condenado por la intolerancia, la envidia y las manipulaciones de una minoría fanática. El corazón humano se ve abocado a decidir: o con la inocencia o con el fanatismo. Es una decisión individual.

Discurso del papa Benedicto XVI a la nueva embajadora de España ante la Santa Sede, María Jesús Figa López-Palop

 

CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 16 de abril de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que ha entregado este sábado Benedicto XVI a María Jesús Figa López-Palop, embajadora de España ante la Santa Sede, durante la ceremonia de entrega de sus cartas credenciales.

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Señora Embajadora:

Al recibir las cartas credenciales que acreditan a Vuestra Excelencia como Embajadora Extraordinaria y Plenipotenciaria de España ante la Santa Sede, le agradezco cordialmente las palabras que ha tenido a bien dirigirme, así como el deferente saludo que me trasmite de Sus Majestades los Reyes, del Gobierno y el pueblo español. Correspondo gustosamente expresando mis mejores deseos de paz, prosperidad y bien espiritual para todos ellos, a quienes tengo muy presentes en el recuerdo y en la oración. Reciba la más cordial bienvenida al iniciar su importante quehacer en esta Misión diplomática, que cuenta con siglos de brillante historia y tantos ilustres predecesores suyos.

He visitado recientemente Santiago de Compostela y Barcelona, y recuerdo con gratitud tantas atenciones y manifestaciones de cercanía y afecto al Sucesor de Pedro por parte de los españoles y sus Autoridades. Son dos lugares emblemáticos, en los que se pone de relieve tanto el atractivo espiritual del Apóstol Santiago, como la presencia de signos admirables que invitan a mirar hacia lo alto aun en medio de un ambiente plural y complejo.

Durante mi visita he percibido muchas muestras de la vivacidad de la fe católica de esas tierras, que han visto nacer tantos santos, y que están sembradas de catedrales, centros de asistencia y de cultura, inspirados por la fecunda raigambre y fidelidad de sus habitantes a sus creencias religiosas. Esto comporta también la responsabilidad de unas Relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede que procuren fomentar siempre, con mutuo respeto y colaboración, dentro de la legítima autonomía en sus respectivos campos, todo aquello que suscite el bien de las personas y el desarrollo auténtico de sus derechos y libertades, que incluyen la expresión de su fe y de su conciencia, tanto en la esfera pública como en la privada.

Por su significativa trayectoria en la actividad diplomática, Vuestra Excelencia conoce bien que la Iglesia, en el ejercicio de su propia misión, busca el bien integral de cada pueblo y sus ciudadanos, actuando en el ámbito de sus competencias y respetando plenamente la autonomía de las autoridades civiles, a las que aprecia y por las que pide a Dios que ejerzan con generosidad, honradez, acierto y justicia su servicio a la sociedad. Este marco en el que confluyen la misión de la Iglesia y la función del Estado, además, ha quedado plasmado en acuerdos bilaterales entre España y la Santa Sede sobre los principales aspectos de interés común, que proporcionan ese soporte jurídico y esa estabilidad necesaria para que las respectivas actuaciones e iniciativas beneficien a todos.

El comienzo de su alta responsabilidad, Señora Embajadora, tiene lugar en una situación de gran dificultad económica de ámbito mundial que atenaza también a España, con resultados verdaderamente preocupantes, sobre todo en el campo de la desocupación, que provoca desánimo y frustración especialmente en los jóvenes y las familias menos favorecidas. Tengo muy presentes a todos los ciudadanos, y pido al Todopoderoso que ilumine a cuantos tienen responsabilidades públicas para buscar denodadamente el camino de una recuperación provechosa a toda la sociedad. En este sentido, quisiera destacar con satisfacción la benemérita actuación que las instituciones católicas están llevando a cabo para acudir con presteza en ayuda de los más menesterosos, a la vez que hago votos para una creciente disponibilidad a la cooperación de todos en este empeño solidario.

Con esto, la Iglesia muestra una característica esencial de su ser, tal vez la más visible y apreciada por muchos, creyentes o no. Pero ella pretende ir más allá de la mera ayuda externa y material, y apuntar al corazón de la caridad cristiana, para la cual el prójimo es ante todo una persona, un hijo de Dios, siempre necesitado de fraternidad, respeto y acogida en cualquier situación en que se encuentre.

En este sentido, la Iglesia ofrece algo que le es connatural y que beneficia a las personas y las naciones: ofrece a Cristo, esperanza que alienta y fortalece, como un antídoto a la decepción de otras propuestas fugaces y a un corazón carente de valores, que termina endureciéndose hasta el punto de no saber percibir ya el genuino sentido de la vida y el porqué de las cosas. Esta esperanza da vida a la confianza y a la colaboración, cambiando así el presente sombrío en fuerza de ánimo para afrontar con ilusión el futuro, tanto de la persona como de la familia y de la sociedad.

No obstante, como he recordado en el Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 2011, en vez de vivir y organizar la sociedad de tal manera que favorezca la apertura a la trascendencia (cf. n. 9), no faltan formas, a menudo sofisticadas, de hostilidad contra la fe, que «se expresan a veces renegando de la historia y de los símbolos religiosos, en los que se reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos» (n. 13). El que en ciertos ambientes se tienda a considerar la religión como un factor socialmente insignificante, e incluso molesto, no justifica el tratar de marginarla, a veces mediante la denigración, la burla, la discriminación e incluso la indiferencia ante episodios de clara profanación, pues así se viola el derecho fundamental a la libertad religiosa inherente a la dignidad de la persona humana, y que «es un arma auténtica de la paz, porque puede cambiar y mejorar el mundo» (cf. n. 15).

En su preocupación por cada ser humano de manera concreta y en todas sus dimensiones, la Iglesia vela por sus derechos fundamentales, en diálogo franco con todos los que contribuyen a que sean efectivos y sin reducciones. Vela por el derecho a la vida humana desde su comienzo a su término natural, porque la vida es sagrada y nadie puede disponer de ella arbitrariamente. Vela por la protección y ayuda a la familia, y aboga por medidas económicas, sociales y jurídicas para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia tengan el apoyo necesario para cumplir su vocación de ser santuario del amor y de la vida. Aboga también por una educación que integre los valores morales y religiosos según las convicciones de los padres, como es su derecho, y como conviene al desarrollo integral de los jóvenes. Y, por el mismo motivo, que incluya también la enseñanza de la religión católica en todos los centros para quienes la elijan, como está preceptuado en el propio ordenamiento jurídico.

Antes de concluir, deseo hacer una referencia a mi nueva visita a España para participar en Madrid, el próximo mes de agosto, en la celebración de la XXVI Jornada Mundial de la Juventud. Me uno con gozo a los esfuerzos y oraciones de sus organizadores, que están preparando esmeradamente tan importante acontecimiento, con el anhelo de que dé abundantes frutos espirituales para la juventud y para España. Me consta también la disponibilidad, cooperación y ayuda generosa que tanto el Gobierno de la Nación como las autoridades autonómicas y locales están dispensando para el mejor éxito de una iniciativa que atraerá la atención de todo el mundo y mostrará una vez más la grandeza de corazón y de espíritu de los españoles.

Señora Embajadora, hago mis mejores votos por el desempeño de la alta misión que le ha sido encomendada, para que las relaciones entre España y la Santa Sede se consoliden y progresen, a la vez que le aseguro el gran aprecio que tiene el Papa por las siempre queridas gentes de España. Le ruego así mismo que se haga intérprete de mis sentimientos ante los Reyes de España y las demás Autoridades de la Nación, a la vez que invoco abundantes bendiciones del Altísimo sobre Vuestra Excelencia, su familia que hoy la acompaña, así como sobre sus colaboradores y el noble pueblo español.