El aprendiz de brujo

Alejandro Llano

Quien ha oído alguna vez en vivo y en directo las explosiones producidas por el amonal de ETA, no puede dejar de estremecerse al ver de nuevo —a escala muy superior— los destrozos causados por el atentado en la terminal 4. Nunca han dejado de estar al acecho, pero ahora retornan con toda la artillería. Tal es su único argumentario. Son de los que, en las presuntas negociaciones, lo primero que hacen es poner la pistola encima de la mesa. Y si alguna vez parece que no la portan, es que la llevan escondida debajo del anorak. Lo que acabo de escribir es del dominio público. Pocos días antes del ataque al estacionamiento de Barajas, cerca de un 60% de los ciudadanos vascos manifestaron que estaban convencidos de que ETA volvería a cometer atentados en breve plazo. ¿Cómo es posible que no lo supieran quienes tienen las más altas responsabilidades respecto a la seguridad pública? ¿Cuál fue la lección que Alfredo Pérez Rubalcaba no sabía y que sólo aprendió a fuerza de ochocientos kilos de explosivos? Y, lo más notorio y patético, ¿qué motivos tenía el presidente del Gobierno para exultar con manifestaciones públicas de optimismo pocas horas antes de que se produjera la catástrofe?


Ya vuelve el terror donde solía. A la inquietud que produce este retorno a la violencia más descarnada, se une la angustia que provoca en los ciudadanos esa sensación de que los encargados de protegerlos están en la inopia. ¿Porque no saben o porque no quieren enterarse? Cualquiera de las dos posibilidades de esta alternativa nos deja perplejos. El Juan de Mairena machadiano le pide a uno de sus alumnos, en clase de retórica, que ponga en lenguaje poético esta frase: “Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa”. El estudiante responde: “Lo que pasa en la calle”. Y Mairena concluye: “Muy bien”. Los políticos de todos los colores no suelen enterarse de lo que pasa en la calle, porque van siempre en coche oficial. Si utilizaran el metro o el autobús, si se tomaran un cortado en el bar de la esquina, si comentaran con el vendedor de periódicos los resultados deportivos del fin de semana, no se ensancharía a cada paso la distancia que Ortega veía entre la España oficial y la España real. Pero lo que ahora está sucediendo es mucho más grave. Es que aquellos que nos gobiernan han alcanzado su nivel de incompetencia.

España tiene un Gobierno mediocre, a cuyo frente se encuentra un presidente con muy poca cultura política, ninguna experiencia, y la cabeza llena de pájaros. No pretende solucionar los actuales problemas de España, no intenta mejorar este país, lo que quiere es cambiarlo de arriba abajo. Pretende realizar una mutación sustancial de sus convicciones morales, de sus ideas educativas, de sus costumbres familiares o religiosas, y muy especialmente de su configuración territorial. Se siente llamado a esta prodigiosa misión. Pero tiene menguadas habilidades para realizar semejante programa, de todo lo cual resulta un embrollo en el que todos nos vemos implicados. Y llega un momento en el que el tinglado, como al aprendiz de brujo, le explota en las manos, con consecuencias letales para los que pasaban por allí y con perjuicios para todos. La Química recreativa hay que dejarla para los regalos de los Reyes Magos. Decía Eugenio d’Ors que los experimentos convenía hacerlos con gaseosa. Nunca procede experimentar con las esperanzas y los temores de todo un pueblo. Y esto es lo que, por desgracia, nos viene sucediendo desde hace un par de años, cada vez de manera más patente. Y eso que los resultados a largo plazo de algunos de los ensayos gubernamentales se verán plasmados en la realidad cuando ya no estén a cargo del país los que ahora detentan el poder político. La realidad es, a la postre, invulnerable. Cuando se la intenta hacer violencia, se acaban pagando las consecuencias. Lo peor es que, muchas veces, no la paga el que la hace, sino más bien el que la sufre.

¿Se puede prolongar por mucho tiempo una situación así? En democracia, la respuesta a interrogantes de este tipo sólo la tiene la sociedad. La cultura de la queja no conduce a ninguna parte. Son las libres decisiones electorales de los ciudadanos las que deben poner a cada uno en su sitio. Cuando algunos han demostrado que no están maduros para gobernar, lo que procede es empujarles suavemente hacia la oposición, donde podrán elucubrar acerca de sus utópicos proyectos sin riesgo —incluso físico— para la ciudadanía. El temple de los líderes se prueba en los momentos de crisis. Si se recorre el calendario reciente, se observará que este Gobierno no ha reaccionado adecuadamente ante ninguno de los eventos graves que nos han acontecido. Todo lo cual se sintetiza en la actitud adoptada por Zapatero a las pocas horas del terrible atentado. No sabía, no contestaba, no estaba en condiciones de proponer ni de decidir. Dicho sea con todo respeto.