La certeza íntima. Pero la certeza es una sensación, no un argumento. ¿Entonces? Sólo resta el éxito, esto es, el refrendo material, objetivo, de que la certeza era buena. Un político apoyado en certezas requiere del éxito en mucha mayor proporción, con más urgencia, que un político respetuoso de las formas. El éxito necesario, acuciante, el éxito como criterio único, impele a un dinamismo frenético, radical. Durante un tiempo imprecisable, no ganaremos para sustos.
Álvaro Delgado-Gal
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Los hermeneutas de Zapatero han recuperado lo que éste escribió en el prólogo a De nuevo el socialismo, un libro de Jordi Sevilla del 2002. Reproduzco sólo una perla de las muchas que abundan en el texto: “Ideología significa idea lógica y en política no hay ideas lógicas, hay ideas sujetas a debate que se aceptan en un proceso deliberativo, pero nunca por la evidencia de una deducción lógica”.
Dejemos a un lado la etimología fantasiosa que sugiere el presidente, y recordemos de dónde viene, históricamente, la palabra “ideología”. Ésta ingresa en el vocabulario filosófico en 1793, de la mano de Destutt de Tracy. Basándose en la filosofía de Locke y Condillac, les idéologues aspiraban a fundar una ciencia que operase, en el terreno del espíritu, a la manera en que lo hace la biología en el comportamiento animal.
Los ideólogos eran racionalistas, materialistas y anticlericales. Contaron en sus filas con personajes famosos: Sieyés, Stendhal y también Napoleón. Pero el Napoleón instalado después del Concordato de 1801 no estimó oportuno ceñirse a las constricciones doctrinales de sus antiguos amigos, y entró en conflicto frontal con ellos.
En boca de Napoleón, el término “ideología” adquirió una connotación esencialmente negativa. Los ideólogos, según Napoleón, eran unos “fanáticos”, unos “metafísicos”, unas cabeza de chorlito con ínfulas visionarias.
La voz ha estado en la primera fila del debate político desde entonces. Marx y Engels identificaron a los ideólogos con quienes ignoran que los conceptos dominantes son un reflejo oblicuo de los modos de producción, y vanamente procuran alterar la realidad interviniendo sólo en las ideas. La palabra ha seguido dando tumbos, y significa otras muchas cosas, amén de las apuntadas. ¿Qué acepción tiene presente Zapatero?
No la original. Ni la marxista. El presidente entiende por “ideología” lo mismo que la mayor parte de sus contemporáneos: a saber, el sistema de ideas o conceptos en que se inspira la acción política, o del que se alimenta la visión que del mundo pueda albergar una persona mínimamente organizada. Por eso deriva “ideología” de “lógica” (sic). Y por eso, y aquí está lo interesante, separa la ideología de la política.
El político, según Zapatero, no debe ajustarse a los rigores de la lógica. La política, para Zapatero, es pura improvisación, puro presentismo, una apuesta diaria para salir del paso según sople el viento. La alusión al proceso deliberativo es un fleco habermasiano con poca chicha dentro. En Habermas, el proceso deliberativo debe estar guiado por la razón. Pero Zapatero piensa más bien en propuestas saltimbanquis, que la opinión, medida quizá por las encuestas, recibe de buen o mal grado. Los partidos, las organizaciones intermedias, los formalismos, los equilibrios constitucionales pasan a un segundo plano. Lo domina todo la capacidad de improvisación del dirigente, en comunicación empática con el pueblo.
Esto aproxima a Zapatero a una interpretación cesarista de la democracia. En lo último, en lo del cesarismo, se acerca también a Napoleón. Sólo que con dosis de entropía, o caos, muy idiosincrásicos.
No cabe negar a Zapatero un talento insospechado para el autorretrato feliz. Zapatero anunció la retirada anticipada de las tropas de Irak desde un plató de televisión. Retó a los Estados Unidos en un calentón, después de una conversación desagradable con el presidente de Túnez. Insufló vida a un Estatut difunto rebasando desde atrás a su propio partido. Y así de corrido. Zapatero es, también, el que ha insistido en que no conviene sacralizar la Constitución. El consejo, emitido por un político al uso, podría contener no más que el mensaje sensato de que ningún texto es inmortal. Viniendo de Zapatero, sugiere que la Carta Magna es un trasto del que se debe hacer abstracción cuando están en juego cosas más importantes. Zapatero, igualmente, echa a barato el concepto de “deducción”. Las deducciones son mecanismos acreditados para sostener ciertos enunciados en vista de que, previamente, se han sostenido otros. Integran la réplica dialéctica de lo que circula como “procedimiento” en el campo de la acción pública. Un hombre que desprecia las deducciones no siente la necesidad de justificar su comportamiento aludiendo a valores o puntos de referencias compartidos. ¿Qué viene a ocupar el hueco?
La certeza íntima. Pero la certeza es una sensación, no un argumento. ¿Entonces? Sólo resta el éxito, esto es, el refrendo material, objetivo, de que la certeza era buena. Un político apoyado en certezas requiere del éxito en mucha mayor proporción, con más urgencia, que un político respetuoso de las formas. El éxito necesario, acuciante, el éxito como criterio único, impele a un dinamismo frenético, radical. Durante un tiempo imprecisable, no ganaremos para sustos.