Hay violencias y violencias. Hay violencias en las que el motivo que intenta justificarlas las convierte en especialmente odiosas.

Por ejemplo, Gadaffi o cualquier dictador intentan justificar sus asesinatos y opresión por el bien del pueblo. Por ejemplo, un maltratador intenta justificar su violencia en el daño que le causa su mujer, lo humillado que se siente por su abandono o vaya usted a saber. Se sabe que las palabras con las que se describe la violencia pueden ayudar a superarla o a perpetuarla.

Con el terrorismo pasa exactamente lo mismo. Una sociedad sana, igual que una mujer con una autoestima sana, no debe agradecerle a los asesinos que dejen de matar.

Ustedes deciden dejar de matar y me alivia, porque desaparece una hipotética amenaza. Pero eso ni admite un diálogo político ni les hace  interlocutores de mi nivel. Los terroristas viven en la obtusa idea de que tienen derecho a matar al que se oponga a su idea política. Eso no ha cambiado de ayer a hoy, simplemente van perdiendo y no son capaces de ejercer su violencia con una mínima dignidad.

Su renuncia a la violencia quiere ser un arma para esa misma lucha, está claro. Para eso montaron la pista de aterrizaje en San Sebastián, como la llamaba Arzallus. Ellos necesitan sentirse vencedores, que unos señores de prestigio internacional les pidieran un gesto y que ellos se avinieran a hacerlo. Como si nos estuvieran perdonando la vida.

No participemos de esa decorado, son indignos de la atención que reclaman. Lo peor de la sociedad vasca está en ETA, que la Policía y la Guardia Civil se encargue de ellos, que los jueces los juzguen, que cumplan sus penas.

Y, por favor, no les agradezcamos que dejen de matar ni les pidamos que no nos defrauden. Un poco de autoestima, un poco de dignidad.