Habíamos dejado a San Josemaría rumbo a los Pirineos desde Barcelona. Allí se encontró con otro de los personajes, Pedro Casciaro.
Cuando comenzó a oscurecer, reanudamos la marcha, esta vez de bajada. Cruzamos un río y nos acercamos a una carretera. Nos advirtieron que había que extremar la prudencia y no hacer ruido con los pies, al caminar, o con los bastones que nos habíamos
hecho con ramas de árboles. Teníamos que coronar dos montes –Santa Fe y Ares– de unos 1200 y 1500 metros de altitud respectivamente; y entre un monte y otro había un valle enclavado a 700 metros. Atravesar aquel valle era bastante peligroso, porque, según nuestro guía, los perros de las masías podían dar la alarma a los milicianos de Orgañá. Esto es lo que había sucedido poco tiempo antes, y los milicianos habían recibido a tiros a los fugitivos.
Superamos estos dos montes; después, ya no me acuerdo de nada con precisión; sólo guardo la imagen de unos treinta hombres encorvados, caminando en hilera, sin apoyar los bastones en el suelo, componiendo una escena casi irreal. Luego, los recuerdos se agolpan. En una ocasión, cruzamos una carretera y nos deslumbraron las luces de un coche. “El susto nos dejó paralizados anota Juan–, pero los guías, inalterables, se limitaron a decir que si nos enfocaban otra vez, eso es lo que había que hacer: quedarse quietos y en silencio”.
No pasa nada –dijeron con gran seguridad–. No pueden vernos..
A continuación vino lo duro: tuvimos que atravesar infinidad de ríos; luego me enteré que era siempre el mismo, el Arabell: lo cruzábamos y lo volvíamos a cruzar; a ratos, caminábamos dentro del agua; otros, cerca de la ribera. Entonces comprobamos que las botas que Juan le había conseguido al Padre eran un auténtico timo. Le habían asegurado que eran impermeables y entraba el agua como si fueran un colador; con el inconveniente, además, de que tardaban mucho en secar. El Padre anduvo, por lo menos dos días, con los pies totalmente mojados.
Al amanecer del día 1 de diciembre acampamos, al fin, totalmente empapados y ateridos de frío. Apenas salió el sol, y amenazaba ya una nevada. Pasamos el día entero entre los matorrales y las piedras completamente mojados, sin podernos mover para no llamar la atención, en un suelo húmedo y resbaladizo. Por la noche, oímos batir unos tambores que delataban la proximidad de fuerzas armadas de carabineros o milicianos, y nos inquietamos. Pero en aquellos momentos –por lo menos a mí–, me importaba más el frío que el miedo a ser apresado. Era un frío terrible, un frío inmisericorde y cruel, que me calaba hasta los huesos y me hacía estremecer en medio de aquel agotamiento físico y psíquico que arrastraba desde hacía varios días. Aunque estaba totalmente onnubilado por el cansancio, me pregunté que, si yo estaba así, cómo estaría el Padre. Estas consideraciones me servían para hacer oración y encomendarle (…).
En este vídeo me parece que se resume muy bien lo que fueron aquellos años:
La «rosebud» de Rialp
El papel de la rosa de Rialp en la película me ha recordado a la mítica «Rosebud» de Ciudadano Kane.
En ambos casos aparece al principio de la película -pero en realidad en la muerte del protagonista- como compendio de los anhelos y de la identidad del personaje. En el caso de Kane como el recuerdo del único hogar que tenemos, la niñez, en el caso de san Josemaría como el vencimiento sobre uno de sus dragones: la duda.
Durante el paso de los Pirineos confluyeron el esfuerzo físico y psíquico de huir a través de las cumbres, el frío y la noche de los asedios de los milicianos, con una tribulación interior muy fuerte, psíquica y espiritual, que removía los fundamentos de la personalidad de San Josemaría.
Era la duda angustiosa de quien no sabía si estaba haciendo lo que Dios quería. Hay que intentar meterse en la cabeza y el corazón del personaje para entenderlo, porque puede parecer exagerada la angustia con la que vivió esta duda. Para quien, desde los 15 años, había buscado sin cesar cumplir la voluntad de Dios y que había decidido ser sacerdote para estar más disponible para cumplir esa voluntad que no conocía, el pensamiento de que estaba siendo cobarde o menos leal por abandonar Madrid le quemaba el alma.
Pedro Casciaro, Francisco Botella y Miguel Fisac, junto al fundador del Opus Dei, José María Albareda y Juan Jiménez Vargas, pasaron la noche del 21 de noviembre de 1937 en lo que había sido la rectoría de la parroquia de Pallerols, a dos o tres kilómetros de Vilaró. Ambas, la iglesia y la rectoría, habían sido saqueadas. Su guía les instaló en una pequeña habitación del piso de arriba que tenía la ventana tapiada y el suelo cubierto de paja.
A la luz vacilante de una vela, Casciaro vio en la cara del Padre una expresión tan ansiosa y abatida como nunca desde que le conocía. El fundador del Opus Dei y Juan Jiménez Vargas discutían en voz baja, pero apasionadamente. Paco Botella estaba más cerca y pudo oír parte de la conversación. Le dijo a Casciaro que Escrivá se sentía incapaz de seguir adelante al pensar en los peligros que estaban pasando los miembros de la Obra en Madrid y que quería volver a la capital.
El fundador del Opus Dei pasó la noche en oración, llorando silenciosamente, roto, debatiéndose entre la necesidad de libertad para ejercer el ministerio sacerdotal y llevar adelante el Opus Dei y el pensamiento de que debía compartir el destino de los miembros de la Obra y los de su propia familia que permanecían en Madrid. Sumido en esta tremenda prueba interior hizo algo que nunca antes había hecho: pedir un signo extraordinario para resolver su dilema. Movido por su devoción a la Virgen María, a la que se invoca como Rosa Mística, le pidió que le diera una rosa de madera estofada si Dios quería que siguiese en su intento de cruzar a la otra zona de España.
Por fin, invoca una vez más a la Virgen y le pide que le muestre el camino a seguir mediante una señal precisa que él mismo sugiere a la Señora.
Pedro, por su parte, lo cuenta así:
Cuando estábamos todos dentro del horno, débilmente iluminados por las sombras que proyectaba una mugrienta candela que se encendió mientras nos acomodábamos en el suelo, pude vislumbrar el rostro abatido del Padre. Nunca lo había visto así. Conversaba en voz baja con Juan, como discutiendo. Yo no entendía nada. Le pregunté a Paco, que estaba más cerca de ellos, qué pasaba; Paco me explicó, con voz casi imperceptible, que el Padre pensaba que no debía abandonar a aquellos hijos suyos que habían quedado en Madrid, expuestos a toda clase de peligros. Interpreté las pocas palabras que me dijo Paco en el sentido de que el Padre dudaba en aquellos momentos cuál era la Voluntad de Dios, y tenía el corazón como dividido: por una parte veía la necesidad de llegar al otro lado, para seguir con la Obra y ejercer su ministerio; por otra, deseaba regresar a Madrid, donde algunos hijos suyos permanecían en la cárcel, o escondidos, y donde estaban su madre, su hermana, su hermano Santiago… De pronto me pareció oír decir a Juan una frase que me desconcertó todavía más:
-¡A Vd. le llevamos al otro lado, vivo o muerto!
Me quedé profundamente asombrado: nunca había oído que ninguno de nosotros le hubiera dicho al Padre algo parecido, ni que se hubiese dirigido a él en un tono que no fuera sumamente respetuoso. Me puse a rezar, nervioso y atemorizado; mientras tanto, alcancé a oír los sollozos contenidos del Padre. Aquello me entristeció profundamente. Invoqué una vez más a la Virgen y me quedé dormido, vencido por el inmenso cansancio de la caminata anterior y por aquellas extrañas emociones.
(Nota: éste es uno de los motivos por los que me cae tan bien Pedro Casciaro. Tiene la costumbre de quedarse dormido en los momentos de más nervios y tensión para los demás. Decía que estas experiencias tan trascendentes le traumatizaban.) Prosigue el relato:
Dormí profundamente; no creo que otros lo hicieran. Cuando me desperté a la mañana siguiente, el Padre y algunos más ya habían salido del horno y deambulaban por la casa. ¿Qué habrá pasado? -me pregunté-, ¿qué irá a pasar? Salí y encontré al Padre con un rostro radiante de alegría y de paz. Aun entendí menos que la noche anterior.
Paco me contó entonces que en aquellos momentos de duda el Padre se había acogido a la intercesión de la Virgen, pidiéndole una señal clara e indudable -¡una rosa!- como signo de que debía proseguir adelante; algo, en definitiva, que le confirmara en su decisión y le confortara en aquellos momentos de dolorosa incertidumbre. Era algo que no hacía nunca, porque no buscaba lo extraordinario: fue una moción de Dios. Y al entrar en la iglesia destrozada que estaba cerca del horno en el que habíamos dormido, había visto en el suelo el brillo de una rosa de madera estofada.
Esa rosa, proveniente de uno de los retablos de la iglesia que habían sido quemados por los milicianos -probablemente del altar de la Virgen del Rosario-, le confirmaba que debía seguir adelante.
Es una rosa de madera dorada -explicaría el Padre años más tarde- sin ninguna importancia. Allí, cerca del Pirineo catalán, la tuve por vez primera entre las manos. Fue un regalo de la Virgen, por quien nos vienen todas las cosas buenas.
Hablaría poco en el futuro sobre esta rosa: en parte por humildad -era el protagonista de aquellas gracias de Dios- y en parte porque no era nada amigo de milagrerías: No olvidéis, hijos míos -nos decía siempre-, que lo sobrenatural para nosotros se encuentra en lo ordinario.
Reconozco que debería deplorar haberme dormido tan profundamente durante aquella noche; pero, si he de ser sincero, más bien me alegro. Siempre que he visto acercarse lo sobrenatural, lo extraordinario, en la vida de nuestro Fundador he sentido un temor especial que me ha turbado demasiado.
Doy gracias a Nuestra Señora de todo corazón porque aquella noche le confirmase al Padre en el camino que debía seguir y le hiciese superar aquellas amargas incertidumbres; porque así como nunca había visto al Padre tan afligido como aquella noche, tampoco lo vi nunca tan gozoso como aquella mañana.
Juan Jiménez Vargas, interpretado en la película por Alfonso Bassave, estudiaba medicina. Era bajito, vigoroso, enérgico y lacónico en sus expresiones. Murió hace unos años, ya muy mayor, tras ser uno de los impulsores y primeros profesores de la Facultad de Medicina de la Universidad de Navarra. Es decir, no era precisamente un mindundi. Su papel en la noche de Rialp fue crucial a mi modesto entender. Alfonso Bassave dice en la rueda de prensa de presentación de la película que Joffé no le dijo cómo tenía que actuar pero sí le dijo «tu personaje es la lealtad» y creo que eso es captar la esencia de «Juanito» -como le llamaba el fundador del Opus Dei-. En ese momento supuso una certeza humana al lado del sacerdote, una certeza que si no llega a actuar con algo de rudeza hubiera hecho más dolorosa la duda.
Pedro Casciaro se ordenó sacerdote en 1946 y ayudó a iniciar el Opus Dei en México, donde vivió muchos años, y luego en Roma desde 1958 hasta los años 70 en que volvió a México. Murió en 1995.
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