Esta semana pasada, El País prescindió del showman Nacho Vigalondo después de que se montara una polémica en Twitter sobre las bromas de Vigalondo sobre el Holocausto. Hoy, la defensora del lector explica por qué El País decidió desligarse del director de cine. En los dos primeros párrafos, explica el desarrollo de los acontecimientos:

Ninguna broma con el Holocausto · ELPAÍS.com.

El viernes 29 de enero el director de cine Nacho Vigalondo alcanzó en su cuenta personal de Twitter la muy respetable cifra de 50.000 seguidores. Para celebrarlo, escribió: «Ahora que tengo más de 50.000 followers y me he tomado cuatro vinos podré decir mi mensaje: ¡El holocausto fue un montaje!». A lo que añadió: «Tengo algo más que contaros: la bala mágica que mató a Kennedy ¡todavía no ha aterrizado!». Ambas tenían, evidentemente, un propósito provocador, pero mientras que la segunda pasó inadvertida, la primera provocó la reacción de algunos seguidores. Consideraban que se había excedido y le advertían de que el humor debe respetar ciertos límites. Vigalondo les replicó con una sucesión de chistes sobre judíos y sobre el Holocausto, en una espiral de humor negro que provocó nuevas y más enconadas reacciones.

La polémica saltó a diversos blogs muy concurridos y lo que había comenzado con unos amigables reproches en su cuenta personal se convirtió en un incendio que fue creciendo y acabó afectando a EL PAÍS. Vigalondo escribía un blog personal sobre cine en la edición digital y además esos días se emitía por televisión una campaña de publicidad, dirigida y protagonizada por el cineasta, sobre las nuevas aplicaciones desarrolladas por EL PAÍS para facilitar información en soportes digitales.

La defensora del lector explica que se recibieron quejas sobre el comportamiento de Vigalondo y, luego, tras tomar la decisión de prescindir de él, se recibieron quejas por el comportamiento de El País.

Hasta aquí, me parece que hay dos temas diferentes que ni El País ni Vigalondo traen a colación. Twitter no es comunicación privada, es comunicación pública y, en algunos casos como el de un personaje famoso, es comunicación masiva. Encogerse de hombros, desconcertarse o escandalizarse porque los mensajes soltados en Twitter tienen consecuencias públicas es no saber qué se está haciendo en las redes sociales. La actitud de Vigalondo parece la de un adolescente desconcertado por el fruto de sus acciones.

En segundo lugar, El País es un medio de comunicación privado que decide cuál quiere que sea su imagen pública. Si un empleado es imagen de esa marca y proyecta una imagen negativa sobre sí mismo, esa proyección se transmite a la marca, es de puro sentido común. Otra vez, Vigalondo parece vivir en Babia.

No pienso, es evidente, que Vigalondo sea negacionista, es que en España se tiene la extraña costumbre de hacer siempre humor con el débil o el ausente, nunca hacer humor transgresor. Ricardo Galli, creador de Menéame, lo dice hoy muy bien en Twitter: «Las buenas provocaciones son «cachetazos» a la audiencia, no burlas a la tragedia de los ausentes. Supongo que alguien inteligente lo sabe».

Este tipo de «humor» español añade la falta de gusto a la cobardía. En esta ocasión Vigalondo no se ha dado cuenta de que la empresa propietaria de El País está en manos de un fondo de inversion americano y que allí las gracias sobre el holocausto no se admiten. Si se quiere transgredir, se carga con las consecuencias y éstas van desde la poca gracia que puede hacer un chiste hasta que no cuenten contigo para más trabajos, es así de sencillo.

Pero el fondo del asunto es cómo El País puede tachar de intolerable lo dicho por Vigalondo y luego, qué se yo, reírle las gracias al patético Leo Bassi o publicar artículos de Almudena Grandes justificando la violación.

Para EL PAÍS, bromas como las expresadas por Vigalondo están más allá del límite tolerable, como lo están las bromas racistas o xenófobas y ciertos chistes sobre pederastia, violencia de género y otras lacras que han causado y causan un enorme sufrimiento. El dolor marca la frontera.

Es muy duro ser relativista y decir que algo es intolerable, claro. De manera que el punto de apoyo ha de ser algo que no rechine en el universo relativista y nada mejor que una frontera que se mueve cada segundo o dependiendo del punto de vista del sujeto. La frontera es el dolor. Es decir, en los años 20 y 30, mientras no se había llevado a cabo la programada aniquilación de judíos, estaba bien ridiculizar a los judíos, de hecho es lo que hicieron los nazis. La frontera es «lo que ha causado y causa sufrimiento» no lo que  lo vaya a causar. Se prescinde totalmente del hecho contrastado de que el prólogo a las represiones violentas es su justificación mediante el escarnio.

Si quieren ser coherentes con su decisión, los dueños de El País deberían fijar la frontera en un sitio menos móvil, por ejemplo en la dignidad humana, en el rechazo al escarnio de colectividades, en la repulsa de asignación de culpas a colectivos religiosos, sociales o raciales. Pero eso, claro, sería apelar a la razón y no a la emotividad.