POR SERAFÍN FANJUL
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El axioma del origen económico -la pobreza- del terrorismo islámico es un lugar común de elementalidad sonrojante cuando lo esgrimen impertérritos autotitulados intelectuales: no explican la procedencia acomodada de muchos de los asesinos, ni los ingentes recursos de que disponen para fines nada santos países como Arabia Saudí¬, Kuwait, etc., ni por qué en otras latitudes no menos depauperadas no asoman movimientos similares, con proyección sobre el Globo entero, de manera análoga a los crímenes que comete el denominado, más por cobardía que por eufemismo, »Terrorismo internacional». ¿Quién se imagina a los colombianos, martirizados desde el lejano 1948, tras la muerte de Eliezer Gaitán, por el ciclo insurrección-represión, colocando bombas justicieras en el Metro neoyorquino? ¿Es pensable siquiera que los alemanes expulsados de Prusia, Pomerania y Silesia se hubieran dedicado a partir de 1945 a gimotear, mientras derribaban en vuelo aviones neozelandeses o surafricanos con el argumento de que les habían arrebatado su patria? El terror a escala planetaria desencadenado por musulmanes responde a resentimientos y frustraciones de orden ideológico mezcladas con la religión, sin que ésta, originariamente, haya cumplido otra función que la de alacena de donde extraer recuerdos para recubrir de santidad la barbarie. El desdén absoluto de los musulmanes por otras culturas -fuera de la instrumentación de la tecnología-, la convicción (a todas luces absurda) de la superioridad de su fe y de su sociedad, la conciencia de su inferioridad material y política, confrontados con una realidad tan subsidiaria que termina empujando a millones de personas a vivir entre los odiados occidentales, han cristalizado en rencor implacable, que unas veces arremete contra otros musulmanes a quienes se acusa de apostasía (takfir, recordamos que en el islam se castiga con la muerte) y otras se vierte contra los investidos como culpables por los mismos criminales, ya se trate de un jefe del Pentágono o de una alcalaína que viajaba en tren a su trabajo. Todos culpables.
Pero un movimiento de tales proporciones, de psicología de masas que se consideran agraviadas, con razón o sin ella, no surge y se multiplica desde la nada o sobre la Única base de ensoñaciones siniestras de unos pocos orates visionarios, requiere un basamento social amplio proclive a escuchar y jalear semejantes mensajes. En las Últimas pseudoelecciones marroquíes el partido Justicia y Desarrollo, de islamistas «moderados» -seguimos sin oír cuál es la diferencia entre moderados y extremistas- no llegó a alcanzar el 5 por ciento de los votos y desconocemos cuántos obtendría el ilegal, por ahora, Justicia y Caridad del jeque Yasin, pero repitamos el secreto a voces: si en algún país musulmán se dieran elecciones libres, los integristas islámicos ganarán de calle. Y así¬ ha sucedido en las contadas ocasiones en que los comicios fueron relativamente limpios, caso de Argelia y Turquía. Marruecos no es una excepción, pese a las apariencias de modernidad en algunas ciudades o de los papeles de ciertos escritores que adoptan la sabia precaución de vivir en Francia. En las metástasis terroristas del islam no hay necesariamente difusión, aunque unos y otros grupos se conecten, sino poligénesis, es decir, identidad común de intolerancia y fanatismo en los mecanismos de pensamiento. La persecución de pastores evangélicos que pretenden difundir su credo, la imposición, incluso violenta e incluso en Europa, de usos «islámicos» (vestimenta, tabúes alimentarios), o el mero lema de la Gendarmería marroquí¬ (Dios-Rey-Patria»: ¿les suena?) forman parte de un universo donde la sola mención de conceptos blanditos como la Alianza de Civilizaciones no más incitan a la risa y el desprecio.