Tomado de El País vía Hispalibertas. Menos mal que encuentro el texto, que lo estuve buscando ayer en el sitio web del PP y no aparecía por ningún sitio. Hoy ponen un resumen extenso.

D. Ignacio Astarloa Huarte-Mendicoa, mayor de edad, con D.N.I. 02.193.626-R, domiciliado a efectos de notificaciones en la Plaza de las Cortes, nº 9, Diputado del Grupo Popular del Congreso de los Diputados, Comisionado por los Excmos. Srs. Diputados que a continuación se relacionan:

Eduardo Zaplana Hernández-Soro, Jorge Fernández Díaz, Gabriel Cisneros Laborda, Ana Torme Pardo, Ignacio Astarloa Huarte-Mendicoa, Alicia Castro Masaveu, Amador Alvárez Alvárez, Carlos Aragonés Mendiguchia, Miguel Arias Cañete, Marisa Arrue Bergareche, Manuel Atencia Robledo, Alejandro Francisco Ballestero de Diego, Miguel Angel Barrachina Ros, José Luis Bermejo Fernández, José Antonio Bermúdez de Castro Fernández, Leopoldo Bertrand de la Riera, Jaime Ignacio del Burgo Tajadura, Tomás Burgos Gallego, María Amelia Caracuel del Olmo, Celso Luis Delgado Arce, José Ignacio Echaniz Salgado, Gabriel Elorriaga Pisarik, Antonio Erías Rey, Enrique Fajarnés Ribas, Adolfo Fernández Aguilar, Blanca Fernández-Capel Baños, Arsenio Miguel Fernández de Mesa y Díaz del Río, Francisco Javier Fernández-Lasquetty Blanc, José Folgado Blanco, Alberto Garre López, Javier Gómez Darmendrail, Concepción González Gutiérrez, Sebastián González Vázquez, Juan Carlos Guerra Zunzunegui, Iñigo Herrera Martínez-Campos, Teresa de Lara Carbo, Fernando López-Amor García, Teófilo de Luis Rodríguez, José Madero Jarabo, Ana María Madrazo Díaz, Jesús Andrés Mancha Cadena, Mª Carmen Matador de Matos, Juan José Mataría Sáez, Jesús Merino Delgado, Rafael Merino López, José Mª Michavila Núñez, Mario Mingo Zapatero, Macarena Montesinos de Miguel, Ramón Antonio Moreno Bustos, Francisco Vicente Murcia Barceló, Mª Dolores Nadal I Aymerich, Mª Encarnación Naharro de Mora, Eugenio Nasarre Goicoechea, José Domingo Cipriano Oreiro Rodríguez, Julio Padilla Carballada, Mª Dolores Pan Vázquez, Pio Pérez Laserna, Angel Pintado Barbanoj, Jesús María Posada Moreno, María del Carmen Quintanilla Barba, Cándido Francisco Reguera Díaz, Francisco Ricomá de Castellarnau, María Elvira Rodríguez Herrer, Carlos Salvador Armendáriz, Mª Jesús Celinda Sánchez García, Juan María Santaella Porras, Enriqueta séller Roca de Togores, Roberto Soravilla Fernández, Baudilio Tomé Muguruza, Federico Trillo-Figueroa Martínez-Conde, Francisco Vañó Ferre, Ana Belén Vázquez Blanco.

Todos ellos del Grupo Parlamentario Popular del Congreso, cuya representación se acredita mediante las escrituras públicas de poder otorgadas ante el Notario de Madrid, D. Juan Romero Girón en fecha de 16 de junio de 2004, y cuya representación específica en relación con el presente recurso se acredita mediante acuerdo previo de fecha 21 de septiembre de 2005, adoptado por los Diputados recurrentes,

AL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

Ante el Tribunal Constitucional comparezco y, como mejor proceda en Derecho, DIGO

Que mediante el presente escrito, y de conformidad con lo previsto en los artículos 32 y 33.1 y disposiciones concordantes de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, vengo a interponer RECURSO DE INCONSTITUCIONALIDAD contra la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio (publicada en el Boletín Oficial del Estado núm. 157 correspondiente al día 2 de julio de 2005).

Que el recurso se fundamenta en los fundamentos que se exponen a continuación.

I FUNDAMENTOS JURÍDICO-PROCESALES

1. Competencia.

Corresponde al Tribunal Constitucional el conocimiento del recurso interpuesto contra la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio, de acuerdo con el artículo 161.1.a) de la Constitución en relación con los artículos 2.1 a) y 32 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

2. Legitimación.

Los recurrentes están legitimados para interponer el presente recurso a tenor de lo establecido en el artículo 32.1.c) de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

3. Representación y postulación.

Los recurrentes actúan representados por Comisionado nombrado al efecto en la forma prevista en el artículo 82.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

4. Objeto del recurso.

El presente recurso se dirige contra la totalidad de la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio y, en particular, contra las normas contenidas en el artículo único y las disposiciones adicionales primera y segunda de dicha Ley.

5. Plazo de Interposición.

El recurso se interpone dentro del plazo de tres meses contados desde la publicación del texto definitivo de la Ley en el B.O.E. de 2 de julio de 2005, cumpliéndose así lo dispuesto en el artículo 33 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

6. Reclamación del expediente.

Al disponer el artículo 88.1 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional que el Tribunal podrá recabar de los poderes públicos y de cualquier órgano de las Administraciones Públicas la remisión del expediente y los informes y documentos relativos a las disposiciones que originan el proceso constitucional, los recurrentes solicitan que por ese Alto Tribunal se recabe de las Cortes Generales (Congreso de los Diputados y Senado) y del Gobierno de la Nación el expediente de elaboración del Proyecto de Ley recurrido, y cuantos informes y documentos se hayan elaborado por los órganos constitucionales o de relevancia constitucional en relación con la Ley y extremos impugnados, a efectos de formar un mejor juicio y disponer de la información completa sobre dichos Proyectos y poder, en su caso, completar las alegaciones en el trámite procesal correspondiente.

II FUNDAMENTOS DE DERECHO

PRIMERO.- Planteamiento general del recurso.

La Ley 13/2005, de 1 de julio, que ahora se recurre por considerarse contraria a la Constitución española, consta de una Exposición de Motivos, un Artículo único, dos Disposiciones Adicionales y dos Disposiciones Finales.

El Artículo único modifica diversos preceptos del Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio. La modificación principal, de la que traen causa todas las demás, es la contenida en su Apartado uno, que añade un segundo párrafo en el artículo 44 de este cuerpo legal, con la siguiente redacción:

«El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo».

Los demás apartados del artículo único (del dos al diecisiete) modifican la redacción de los artículos 66, 67, 154 (párrafo primero), 160 (párrafo primero), 164 (párrafo segundo), 175 (apartado 4), 178 (apartado 2), 637 (párrafo segundo), 1.323, 1.344, 1.348, 1.351, 1.361, 1.365 (párrafo segundo), 1.404 y 1.458, todos del Código Civil, por razones de adaptación terminológica a lo prevenido en la nueva redacción del artículo 44 del Código Civil de distintos artículos de este cuerpo legal que se refieren o traen causa del matrimonio, así como de una serie de previsiones del mismo Código que contienen referencias explícitas al sexo de sus integrantes a lo dispuesto en el apartado precedente, sustituyendo expresiones como «marido y mujer» por la de «los cónyuges» o «los consortes», o «el padre y la madre» por «los padres» o «los progenitores».

A su vez, la disposición adicional primera de la Ley establece que «las disposiciones legales y reglamentarias que contengan alguna referencia al matrimonio se entenderán aplicables con independencia del sexo de sus integrantes».

Y finalmente, la disposición adicional segunda de la Ley publicada modifica tres preceptos de la Ley de 8 de junio de 1957, sobre el Registro Civil; en concreto, los artículos 46, 48 y 53, a los que da nueva redacción por las mismas razones de adaptación terminológica a lo prevenido en la nueva redacción del artículo 44 del Código Civil.

En definitiva, se trata de una Ley que viene a modificar la concepción secular, constitucional y legal del matrimonio como unión de un hombre y una mujer, incluyendo ahora dentro del matrimonio las uniones entre personas del mismo sexo. Como dice la Exposición de Motivos, “la ley permite que el matrimonio sea celebrado entre personas del mismo o distinto sexo, con plenitud o igualdad de derechos y obligaciones, cualquiera que sea su composición.

Con toda seguridad se trata de una de las modificaciones legislativas de más honda trascendencia y repercusiones para la sociedad española, no obstante lo cual la fórmula elegida por el legislador para producir tan relevante cambio no ha sido la de reconstruir de nueva planta el anterior artículo 44 del Código, que hasta ahora reproducía simplemente lo que señala el artículo 32 de la Constitución (el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio), sino la de añadir un segundo apartado en dicho artículo 44, señalando que el matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo.

Con estas dieciocho palabras, el legislador ordinario -no el poder constituyente- modifica de raíz, sin entrar directamente en definiciones, la idea del matrimonio y, con ello, todo un conjunto normativo que, hasta el presente, partía de la consideración del matrimonio como unión de hombre y mujer y desarrollaba en consecuencia y de manera coherente esa institución en el Código Civil y en innumerables normas de nuestro ordenamiento.

Ha entendido, por tanto, el legislador ordinario que con una mínima modificación legal, dando a una palabra (que, como veremos, en términos jurídicos y, concretamente, constitucionales, es mucho más que una simple palabra) un significado distinto del que la palabra ha tenido siempre, es suficiente para regular lo que, en realidad, es una institución de nueva planta, cuyos perfiles son obviamente distintos a aquellos por los que hasta ahora ha sido conocida, y para modificar todo el conjunto de normas que se refieren a la institución matrimonial y, más concretamente, al sistema normativo que más directamente se refiere al matrimonio y a la familia, que a su vez se apoya en conceptos jurídicos no menos seculares como el de padre y madre, marido y mujer, esposo y esposa, …

A sabiendas de que esta fórmula plantea gravísimas perplejidades en el conjunto de nuestro ordenamiento y, en particular, en el concreto sistema normativo de la institución matrimonial, el legislador se ha sentido obligado a añadir lo que llama “una imprescindible adaptación terminológica”, tanto en algunos artículos del Código Civil “que se refieren o traen causa del matrimonio” o “que contienen referencias explícitas al sexo de sus integrantes”, como en el resto del ordenamiento, para lo cual se opta por una llamada general: “las disposiciones legales y reglamentarias que contengan alguna referencia al matrimonio se entenderán aplicables con independencia del sexo de sus integrantes”.

Nada similar se dice con carácter general de otros conceptos básicos del sistema normativo y en especial de la dualidad madre-padre, a pesar de su evidente repercusión jurídica. Pero la filiación también queda lógicamente afectada por la reforma porque, con la fórmula normativa elegida el legislador abre, entre otras cosas, la posibilidad de la adopción de los menores por matrimonios de personas del mismo sexo, como bien acreditan las modificaciones de los artículos 175 y 178 del Código Civil (apartados Siete y Ocho del Artículo único de la Ley recurrida) y de los artículos 46, 48 y 53 de la Ley sobre el Registro Civil (Disposición Adicional segunda).

Todo lo dicho hasta aquí es muy relevante a efectos de este recurso de inconstitucionalidad, no sólo para poner en evidencia las contradicciones -y consecuentes carencias y falta de rigor- que ha decidido asumir el legislador para instrumentar técnicamente una reforma de enorme alcance mediante el sencillo expediente de cambiar por las buenas el sentido inequívoco de unas cuantas palabras, sino para destacar que, en definitiva, aunque la apariencia de simplicidad en la técnica legislativa seguida pueda dar a entender otra cosa, el legislador está alterando con dos líneas de una ley ordinaria, no sólo los elementos definitorios básicos de una institución fundamental en nuestra estructura social, sino todo el conjunto normativo construido durante siglos alrededor de la misma. Conjunto normativo que tiene hoy además su cabecera en el artículo 32 de la Constitución.

Esta forma de actuar del legislador suscita numerosos reproches de todo orden. Especialmente si se añade a todo lo dicho que los recurrentes pertenecen a un Grupo parlamentario que, tanto en el Congreso de los Diputados como en el Senado, han propuesto fórmulas para abordar esta cuestión con el mayor consenso político y social, mediante un nuevo instrumento jurídico para las parejas formadas por personas del mismo sexo que se ajuste plenamente a la Constitución. La búsqueda del consenso político y social y la apertura de un debate social profundo han sido desdeñados, sin embargo, por el Gobierno y por la mayoría parlamentaria. Y no sólo en sede parlamentaria, porque, como ha recordado el Consejo de Estado en su Dictamen sobre el Proyecto de Ley, se han despreciado informes valiosos de otras importantes instituciones del Estado (incluidos los del Consejo General del Poder Judicial, la Real Academia de la Lengua y el propio Consejo de Estado, cuyas sensatas objeciones y recomendaciones han sido desatendidas; todo ello, por no mencionar a la Comisión General de Codificación).

Grave error, cabe decir que histórico, de quienes han preferido la imposición legislativa en una cuestión tan compleja y de tan alta sensibilidad social, provocando un innecesario y profundo desencuentro social y un grave e igualmente innecesario conflicto jurídico de naturaleza constitucional.

Como es obligado, aquí nos ceñiremos a las objeciones estrictamente jurídicas y, más concretamente, a las de relevancia constitucional. Resumiendo lo que se argumentará con detalle más adelante, se impugna la Ley de 2 de julio de 2005 ante este Alto Tribunal porque vulnera diversos artículos de la Constitución, pero también porque esa inconstitucionalidad procede de tres órdenes de razones añadidas que dan a la Ley recurrida y a este recurso unas connotaciones particularmente llamativas.

En cuanto a lo primero, se adelanta que la Ley que ahora se recurre es contraria a la Constitución y debe declararse inconstitucional por la violación de los siguientes preceptos constitucionales:

1) Vulnera el artículo 32 de la Constitución por no respetar la definición constitucional del matrimonio como unión de un hombre y una mujer, contenida en dicho artículo 32. Lo infringe también por no respetar la garantía institucional del matrimonio reconocida por la Constitución.

2) Vulnera el artículo 10.2 de la Constitución, relativo a la interpretación de los derechos fundamentales y libertades públicas a la luz de la Declaración Universal de Derechos Humanos y de los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España.

3) Vulnera el artículo 14 de la Constitución, en relación con los artículos 1.1 y 9.2 del mismo texto constitucional, relativos al principio de igualdad y a la interdicción de cualquier discriminación por razón de la orientación sexual y su interpretación por el Tribunal Constitucional.

4) Vulnera el artículo 39 de la Constitución, en su apartados 1, 2 y 4 de la Constitución, relativos a la protección de la familia, protección integral de los hijos y protección de los niños.

5) Vulnera el artículo 53.1. de la Constitución, por no respetar el contenido esencial del derecho a contraer matrimonio reconocido en el artículo 32 de la Constitución.

6) Vulnera el artículo 9, apartado 3, de la Constitución, por no respetar el principio de jerarquía normativa.

7) Vulnera el artículo 9, apartado 3, de la Constitución, por no respetar el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.

8) Vulnera el artículo 167 de la Constitución, relativo a la reforma constitucional.

En cuanto a las razones añadidas que dan a la inconstitucionalidad de esta Ley un relieve muy particular, debemos referirnos a tres cuestiones: el carácter de institución básica del matrimonio, tal y como ha sido entendido hasta ahora, para nuestra organización social, que requiere y goza de una protección jurídica muy especial; la imposibilidad de que el Legislador ordinario y no el constituyente modifique la Constitución utilizando el sencillo fraude de cambiar el nombre acuñado de las cosas y como tal utilizado por el constituyente; y el hecho demostrable de que para conseguir la finalidad legítima que el legislador persigue con esta reforma, nuestro ordenamiento ofrece fórmulas adecuadas sin necesidad de originar la ruptura de la Constitución que se provoca con la opción escogida.

1. Sin duda se vulnera la Constitución cuando se manipula una institución jurídica -y mucho más que jurídica- como es el matrimonio, que está plena y largamente acuñada, que tiene un valor capital tanto para la organización de la vida de las personas como para la estructura social y que es por ello objeto del reconocimiento inequívoco y la máxima protección por parte de todos los poderes públicos de todo tiempo y circunstancia.

Pocas instituciones hay en la historia de la humanidad con la tradición, la solidez y la importancia social del matrimonio. Y ello tiene su explicación en que el matrimonio es, en su núcleo central y básico, una institución de contornos precisos que responde a la lógica de las necesidades naturales y sociales de nuestra especie. De complementariedad creadora de lo masculino y lo femenino hablan desde siempre los filósofos y los mitólogos, que engarzan la figura en la unión del los elementos básicos de la naturaleza. De célula capital por su aptitud natural para la generación y educación de hijos hablan los sociólogos. De su importancia para la perpetuación de la especie y para la cadena familiar hablan los demógrafos y hoy, obligadamente, los políticos, ante el descenso alarmante de la natalidad.

Y pocas realidades sociales como la unión entre el hombre y la mujer para, entre otras cosas, propiciar la continuación de la especie, reclaman la existencia de una cobertura institucional precisa, específica y sostenible en el tiempo, así como una decidida política de protección y fomento de los poderes públicos.

Por eso, lo que ahora desnaturaliza el legislador ordinario y convierte en instrumental, haciendo de ella una institución polisémica, borrosa y disponible, es una de las categorías que están en el centro mismo del ciclo de la vida y de la continuidad entre generaciones. Categoría unánime en lo simbólico, en lo antropológico, en lo sociológico, en lo ético, y, por supuesto, como consecuencia de todo lo anterior, en lo jurídico. Hasta el punto de que es difícil encontrar una institución que tenga unos perfiles comunes más definidos en Diccionarios y Códigos, que dan una definición similar y universal: el matrimonio es la unión de hombre y mujer, el conjunto formado por hombre y mujer casados entre sí.

2. También es no sólo inconstitucional sino especialmente grave para la integridad de nuestro Texto Fundamental que el Legislador ordinario y no el Poder constituyente se crea en la facultad de modificar la Constitución utilizando el sencillo fraude de cambiar el nombre acuñado de las cosas. Ni la Constitución faculta a los poderes públicos a cambiar el sentido de las palabras utilizadas por el constituyente. Ni el Parlamento, a pesar de su muy amplio margen de actuación, está facultado para ignorar las instituciones jurídicas por el simple procedimiento de cambiarles el nombre o de pasar a denominar con un mismo nombre, de un día para otro, realidades sociales diferenciadas y diferenciables, sin perjuicio de que cada una de ellas sea digna de protección jurídica propia.

Parece innecesario insistir en que en el actual esquema constitucional el legislador no lo puede todo y conoce límites. Pero debe quedar claramente establecido por ese Tribunal, como garante máximo del texto constitucional, que, en particular, el legislador no puede revolucionar alegremente un ordenamiento de forma arbitraria con sólo cambiar los nombres de los derechos o de las instituciones. Y, por supuesto, no puede cambiar la Constitución, que al garantizar instituciones jurídicas concretas, con un contenido claro, fácil y universalmente reconocible, lo hace para vincular a todos los poderes públicos y, singularmente, al legislador.

La Constitución española tiene fuerza normativa real, eficacia material directa al garantizar instituciones y derechos concretos. No es una norma de puro valor simbólico, formal o nominal. No puede soslayarse por el legislador ordinario con el fraude de utilizar las palabras como un mero vehículo formal cuyo contenido puede abarcar cualquier cosa y cambiar el nombre o el significado de las instituciones o de los derechos que la Constitución recoge hasta vaciarlos del contenido querido por la Carta Fundamental. Sea el matrimonio, como en este caso, o sea cualquier otra institución o derecho constitucional (los ejemplos serían incontables, de muy variada naturaleza y se hace innecesario enumerarlos: nación, derecho al voto, huelga, propiedad, fundación, partido político, pluralismo, autonomía local, herencia, derecho de participación política, ….) .

Con nuestra vigente Constitución, un Gobierno o una determinada mayoría parlamentaria no puede imponer leyes a los ciudadanos que no respeten lo dispuesto en la misma, es decir, en la norma básica de nuestra convivencia acordada con el consenso general. Los recurrentes coinciden con la mayoría que ha impuesto esta Ley 13/2005 en que el legislador ha de adecuarse a cada tiempo y circunstancia y, concretamente, en que ha de impulsarse y promoverse de manera activa la plena igualdad social y legal para las personas homosexuales. Pero si la evolución social aconseja cambios de calado en las instituciones básicas -y, desde luego en las constitucionalmente garantizadas- y el legislador decide intervenir, deben debatirse y, en su caso, aprobarse en la sede debida, que es la del poder constituyente. Porque así lo exige la propia Constitución, a cuyo efecto se establecen los mecanismos formales de reforma, y porque una comunidad no puede -ni debe- modificar sus principios, sus valores y sus instituciones básicas sin el acuerdo fundamental de la mayor parte de la sociedad.

La Constitución española apuesta por la convivencia democrática estable, impidiendo que mayorías parlamentarias transitorias reestructuren o alteren las categorías esenciales quebrando los criterios de consenso básicos para la sana convivencia democrática querida por el constituyente. Por esto se consagran derechos y garantías que no son susceptibles de quiebra o vulneración por cada mayoría transitoria. Este es el sentido de la superioridad del constituyente sobre el legislador ordinario y de la norma constitucional sobre la ley. Este es el sentido de que instituciones como el matrimonio se garanticen con unos perfiles determinados y un contenido mínimo específico. La existencia misma del Tribunal Constitucional ha sido prevista por la soberanía popular al votar la Constitución como el instrumento destinado a evitar que el legislador vulnere la Constitución vaciando de contenido las instituciones y los derechos que esta garantiza.

3. Hay ocasiones en las que el Legislador y el intérprete constitucional tienen que ponderar y elegir entre distintos intereses de relevancia constitucional. Ocurre cuando se produce la confrontación inevitable de dos bienes jurídicos, constitucionalmente protegidos, de forma que la única manera de hacer efectivo un derecho sea la restricción de otro, con una ponderación proporcionada de los bienes en litigio. Pero no ocurre así en el caso que nos ocupa.

Aquí, el Legislador persigue incorporar a nuestro ordenamiento la institucionalización y protección jurídica de la convivencia como pareja de personas del mismo sexo y hacerlo con los mismos o similares efectos que para las parejas heterosexuales se prevén en nuestras actuales leyes.

En tal propósito han coincidido durante la presente Legislatura todos los Grupos representados en las Cortes Generales, incluido el Grupo al que pertenecen todos los que ahora recurren la Ley, que ha llegado a presentar a tal efecto la correspondiente proposición de ley.

La discrepancia -y el error constitucional- reside en que para hacer efectivo ese propósito no resulta necesario elegir entre bienes jurídicos y optar en consecuencia por desnaturalizar la institución constitucional del matrimonio.

Se ha dicho repetidamente, en efecto, en defensa de la Ley impugnada, que se trata de ampliar derechos a las personas homosexuales (y se ha añadido con intención política incalificable que quienes, como lo recurrentes, comparten ese propósito pero aprecian los obstáculos constitucionales obstativos para hacerlo en la forma propuesta por el Gobierno, estarían actuando contra los derechos de los homosexuales).

Pero no se recurre la Ley porque amplíe los derechos de los homosexuales ni porque se persiga establecer en nuestro Derecho un cauce institucional suficiente para encauzar su relación de pareja con plenos efectos jurídicos. Los propios recurrentes pertenecen a un Partido que ha incluido en su programa electoral las uniones civiles estables y que ha presentado una iniciativa legislativa para institucionalizar las uniones homosexuales con igualdad de derechos, y han contribuido a aquella ampliación en su trabajo como legisladores e impulsado abundantes reformas legales en materia civil, administrativa, sanitaria, social y penal para erradicar cualquier discriminación contra los personas homosexuales y para promover la plena igualdad jurídica y social de los mismos.

Se recurre la ley porque es inconstitucional dado que, entre otras cosas, la ampliación de tales derechos se hace, innecesariamente y cuando podría hacerse de otra manera sin merma del objetivo perseguido, desvirtuando una institución social y jurídica, fácil y universalmente recognoscible, como es el matrimonio, y sin respetar el derecho querido por millones de ciudadanos y protegido por la Constitución a adherirse personalmente a una institución como es la del matrimonio entre mujer y hombre, entre personas de distinto sexo, considerada fundamental por nuestro ordenamiento y para nuestra sociedad.

No es privando de derechos a quienes legítimamente los tienen para reconocer los nuevos derechos legítimos de otros como se respeta la Constitución y se progresa en nuestra democracia. Se avanza dando derechos a quienes no los tenían, pero sin perturbar ni disminuir a los que la constitución se los garantiza.

Respetar la institución “matrimonio” tal y como la ha querido el constituyente, no es incompatible con la plena equiparación de derechos civiles de las personas homosexuales. Hay diversas opciones constitucionales y desde luego no es la mejor aquella que desconoce los derechos de una amplia mayoría de adherirse a una institución milenaria que consideran, además de legal y constitucional, deseable. Por el contrario, es la peor opción del legislador, que para construir destruye sin necesidad hasta las propias instituciones constitucionalmente garantizadas. La opción a seguir ha ser la que resulte plenamente constitucional, y por tanto democrática. Esta hubiera sido la solución razonable, centrada en términos constitucionales, sociales y jurídicos y estable en el tiempo, una solución consensuada y constitucional que no genere confrontación social.

Dicho todo esto, se examinan a continuación las violaciones concretas de la Constitución en que la Ley 13/2005 incurre, respecto de las cuales cobran, como se verá, particular sentido y relevancia las importantes consideraciones realizadas en este primer fundamento.

SEGUNDO.- Primer motivo de inconstitucionalidad: Infracción del artículo 32 de la Constitución, relativo al derecho a contraer matrimonio y a su garantía constitucional.

El primer y fundamental motivo de impugnación de la Ley 13/2005, de 1 de julio se funda en la infracción del artículo 32 de la Constitución, en el que se establece la garantía institucional del matrimonio y el derecho a contraer matrimonio del hombre y la mujer.

Dicho artículo 32 de la Constitución -incardinado en la Sección 2ª del Capítulo Segundo del Título Primero-, dispone en su apartado 1: «El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica»; y a continuación, ya en el apartado 2, remite a la ley la regulación de «las formas de matrimonio, la edad y la capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos».

Y del mismo se desprenden de entrada, según el amplio consenso jurisprudencial y doctrinal que luego se describirá, dos notas fundamentales:

a) que el derecho a contraer matrimonio lo tienen constitucionalmente reconocido el «hombre y la mujer», siendo la igualdad y la heterosexualidad las dos notas principales del mismo.

b) que la Constitución dota al matrimonio de garantía institucional, asegurando su existencia en el ordenamiento jurídico y además con el contenido predeterminado que ha acogido el texto constitucional, dado que la garantía institucional del matrimonio no se reduce a su propia existencia sino que incluye su preservación en los términos que lo hacen recognoscible conforme a la Constitución.

Ante todo ello, es evidente que una ley que propicia una alteración tan sustancial de la institución del matrimonio, como es su apertura a cualesquiera parejas, «sean del mismo sexo o de diferente sexo», tal como reza el apartado primero del artículo único de la Ley impugnada, contradice abiertamente el artículo 32.1 de la Constitución.

Se ha argumentado, sin embargo, que el artículo no precisa que el hombre y la mujer hayan de casarse “entre sí”, lo que pondría en duda la heterosexualidad como elemento esencial de la institución y que la incorporación de las parejas homosexuales a la institución matrimonial no la menoscaba, porque añade derechos sin afectar los de nadie.

Ambas consideraciones son inexactas, como veremos en las páginas siguientes.

1. Un primer argumento que avala la conclusión aquí sostenida es la interpretación del artículo 32.1 de la Constitución según el sentido propio de sus palabras, siguiendo las pautas de interpretación que marca el Código Civil (artículo 3.1).

En primer término, porque la utilización del término «matrimonio» (y no otros, como «relaciones de convivencia», «relaciones estables de familia», «relaciones de familia», etc.) para configurar el derecho que el mencionado precepto constitucional reconoce, resulta en sí misma significativa, en la medida que desde la perspectiva de su propio significado etimológico se deduce su verdadera naturaleza.

Es sabido que no hay plena coincidencia en la doctrina sobre la etimología latina de dicho vocablo. Numerosos autores consideran que proviene de mater munium, oficio de madre, procedente a su vez de las voces «matris munium», que significan carga, gravamen o cuidado que incumbe a la madre. Y semejante etimología aparece aceptada por las Decretales y Las Partidas, lo que ha supuesto que tal procedencia haya sido aceptada sin más por la numerosos autores. Si bien otros como el ilustre civilista Castán Tobeñas considera que su explicación etimológica se encuentra en la expresión matrem muniens , es decir, protección de la madre.

En todo caso, sea cual fuere la derivación etimológica, lo cierto es que la idea y el término predominante es el de «madre» («mater» en latín), derivada de la raíz indoeuropea «ma», y que guarda estrecha relación con la hebrea «am», que significa también madre. Esta idea, en lo que ahora interesa, presupone la de engendramiento, la de unión sexual entre un hombre y una mujer.

De acuerdo con ello, el matrimonio equivale a un vínculo jurídico entre varón y mujer, y no es casual, por consecuencia, que el Diccionario de la Real Academia de la Lengua defina el término «matrimonio» como la «unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales».

Este es el significado propio del término matrimonio, con el que se designa la unión heterosexual, esto es, la unión entre un hombre y una mujer; lo que implica, «a contrario sensu», que la unión no heterosexual, es decir, las uniones integradas por personas del mismo sexo, no son matrimonio, ni por consiguiente puede configurarse jurídicamente como tal.

2. Junto a estas consideraciones, y en esta misma línea argumental de interpretación del precepto constitucional según el sentido propio de sus palabras, debe notarse que la referencia expresa que el inciso inicial del artículo 32.1 de la Constitución hace al «hombre y la mujer» también permite deducir de manera evidente una reserva constitucional del matrimonio a favor de las parejas de distinto sexo.

Así, no es en modo alguno irrelevante, a los efectos que ahora interesan, el dato de que en el Capítulo segundo del Título I de la Constitución, dedicado a los derechos y libertades fundamentales, solamente el artículo 32 se preocupe por precisar que «el hombre y la mujer» son los titulares del derecho a contraer matrimonio. Y es que tal mención se aparta del criterio seguido por las demás previsiones del Título I de la Constitución al recoger los demás derechos y libertades que garantiza. Así, por ejemplo, si se repasa minuciosamente el articulado del mencionado Título de la Constitución puede comprobarse el empleo de formas impersonales, como «todos» (artículos 15.1, 24.2, 27.1, 27.5, 28.1, 31.1 y 45.1), «toda persona» (artículos 17.1 y 17.2), «todas las personas» (artículo 24.1), «los ciudadanos» (artículos 18.4 y 23), «los españoles» (artículos 19 y 30.1), «todos los españoles» (artículos 29.1, 35.1 y 47), «nadie» (artículos 16.2, 17.1, 25.1 y 33.3), «se garantiza» (artículos 16.1, 18.1 y 18.3), «se reconoce» o «se reconocen» (artículos 20.1, 21.1, 22.1, 27.6, 28.2, 33.1, 34.1, 37.2, 38 y 43), sin estimarse necesario en ningún de tales supuestos referir la titularidad del derecho al sexo concreto de la persona.

Que el único precepto que hace referencia a la diversidad sexual de las personas, en el que se basa el presupuesto de hecho de su formulación sea precisamente el artículo 32.1, y que lo haga además mencionando expresamente al «hombre y a la mujer», resulta desde luego significativo y determinante.

Dicho de otra manera, de acuerdo con los términos del artículo 32.1 de la Constitución, el hombre y la mujer tienen constitucionalmente garantizado el derecho a contraer matrimonio, y ello sin embargo no se predica de las parejas del mismo sexo. Como ya señalara el Consejo de Estado en su Dictamen núm. 2.628/2004, de 16 de diciembre de 2004, emitido en relación al anteproyecto de la Ley impugnada, la referencia expresa al «hombre y la mujer» tiene, al menos, un doble alcance: por una parte, «al referir la plena igualdad jurídica al hombre y la mujer, evita de forma terminante que el legislador incluya desigualdades entre uno y otra que pudieran superar el juicio de razonabilidad derivado de la aplicación del artículo 14, a la vista de las concepciones sociales dominantes o en alguna medida vigentes hasta la época en que se aprobó la Constitución»; por otra parte, «introduce una mención expresa de la diversidad sexual al enunciar un concreto derecho fundamental, lo que supone que la aplicación del artículo 14 de la Constitución en relación con ese concreto derecho habrá de partir, en todo caso, de dicha mención expresa».

Este mismo criterio es afirmado por la doctrina científica de los autores y por la jurisprudencia, y es, a su vez, el seguido por los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España y que deben ser tenidos en cuenta, como luego se verá, a la hora de interpretar las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce; así, por ejemplo, el artículo 16 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948, el artículo 12 del Convenio sobre Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales de 4 de noviembre de 1950, y el artículo 23.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 19 de diciembre de 1966.

No es irrelevante, por tanto, sino particularmente revelador, que el único precepto del Título I de la Constitución que hace referencia al hombre y a la mujer (es decir, a la diversidad sexual de las personas), en el que se basa el presupuesto de hecho de su formulación sea precisamente el artículo 32.1 de la Constitución, y que lo haga además en consonancia con los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España. Antes al contrario, ha de concluirse que la referencia expresa al «hombre y la mujer», esto es, a la pareja heterosexual, se considera elemento constitutivo a la hora de configurar el modelo de matrimonio que reconoce la Constitución.

En apoyo de este criterio cabe además citar la doctrina jurisprudencial fijada por el Tribunal Supremo (Sentencia de 19 de abril de 1991), a lo que podría añadirse la doctrina sentada por la Dirección General de los Registros y del Notariado (Resoluciones de 21 de enero de 1988 y 2 de octubre de 1991).

Por otro lado, si se tienen presentes los preceptos que en la Constitución, fuera del artículo 32, hacen referencia al matrimonio, bien de modo expreso (artículo 39), bien de modo implícito (artículo 58), la conclusión es idéntica. De lo contrario, no se entendería que el artículo 39 de la Constitución, relativo a la protección de la familia, se refiera en su apartado 2 a la protección «de las madres» o en su apartado 3 a «los hijos habidos dentro o fuera del matrimonio», ni tampoco que el artículo 58 del mismo texto constitucional se refiera a «la Reina consorte» o «el consorte de la Reina».

En este mismo orden de consideraciones, debe tenerse también presente que la referencia expresa que el artículo 32 de la Constitución hace al «hombre y la mujer» debe interpretarse a la luz de la mención que en el inciso final del mencionado precepto se hace a la «igualdad jurídica».

Según este precepto constitucional, «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica». Pues bien, tal referencia expresa a la «igualdad jurídica» (y más concretamente a «la plena igualdad jurídica»), se justifica por la desigualdad entre hombre y mujer en el ordenamiento civil preconstitucional, y, en lo que ahora interesa presupone por sí misma la diversidad sexual en la que se basa el matrimonio, pues malamente cabría predicar la exigencia de igualdad jurídica entre los cónyuges si no fuere porque el constituyente se refería al matrimonio como unión constituida por un hombre y una mujer.

Así las cosas, una interpretación del artículo 32.1 de la Constitución según el sentido propio de sus palabras, confirma que el derecho a contraer matrimonio se reconoce al hombre y la mujer, no a las parejas del mismo sexo, lo que supone, por sí mismo, una reserva constitucional en favor de las parejas heterosexuales del referido derecho y una concepción del matrimonio basada en el carácter complementario de los sexos, es decir, en la heterosexualidad.

3. La misma conclusión viene apoyada no sólo por la literalidad del precepto constitucional, sino también por su interpretación en relación con los antecedentes históricos, constitucionales y legislativos.

En efecto, el constituyente de 1978 no creó «ex novo» la institución matrimonial sino que partió y se remitió a la concepción del matrimonio imperante en el mundo occidental y en la tradición jurídica española. Dicho de otro modo, la Constitución no hizo más que elevar al máximo rango de la jerarquía normativa la concepción tradicional del matrimonio entendida como la unión entre un hombre y una mujer y garantizar la institución básica para la convivencia que quedó descrita en el fundamento primero de este recurso.

En este sentido, conviene recordar que durante los debates parlamentarios que precedieron a la aprobación de la Constitución el texto siempre contempló la referencia expresa al «hombre y la mujer», y en ninguna de las redacciones del largo iter parlamentario se barajó otra posibilidad. En efecto, el entonces artículo 27 del anteproyecto de Constitución de fecha 5 de enero de 1978 preveía en su apartado 1 que: «A partir de la edad núbil, el hombre y la mujer tienen el derecho a contraer matrimonio y a crear y mantener, en igualdad de derechos, relaciones estables de familia».

Los Grupos parlamentarios Comunista y Socialista formularon sendos votos particulares al mencionado anteproyecto constitucional, proponiendo redacciones alternativas al apartado 1 del artículo 27. El primero de ellos propuso la siguiente redacción: «El matrimonio se basa en la plena igualdad de derechos y deberes de ambos cónyuges»; y el segundo esta otra: «Toda persona tiene derecho el desarrollo de su afectividad y su sexualidad: a contraer matrimonio, a crear en libertad, relaciones estables de familia y a decidir, libremente, los hijos que desea tener, a cuyo fin tiene derecho a acceder a la información necesaria y a los medios que permitan su ejercicio». Ambas omitían la referencia expresa al «hombre y la mujer» y optaban por fórmulas impersonales como «los cónyuges» o «toda persona».

En la fase de enmiendas al anteproyecto de Constitución, se formularon diversas enmiendas al artículo 27.1, de entre las cuales cabe destacar las suscritas por don Francisco Letamendía Belzunce del Grupo Parlamentario Mixto (Enmienda núm. 64) se adhirió al voto particular formulado por el Grupo Parlamentario Socialista, y por don Raúl Morodo Leoncio en representación del mencionado Grupo (Enmienda núm. 479), se adhirió a los votos particulares formulados por los Grupos Parlamentarios Comunista y Socialista.

Concluido por la Ponencia constitucional designada al efecto el estudio de las enmiendas presentadas al anteproyecto de Constitución, se emitió el Informe de la Ponencia de 17 de abril de 1978 en el que se aceptaron algunas enmiendas, pero se rechazaron tanto la enmienda formulada por el Sr. Letamendía como la planteada por el Grupo Mixto, en relación al artículo 27.1 del anteproyecto, quedando la siguiente redacción: «A partir de la edad núbil, el hombre y la mujer, en plena igualdad de derechos y deberes, podrán contraer matrimonio para crear una relación estable de familia». Se mantuvieron los votos particulares formulados por los Grupos Socialista y Comunista.

Examinado por la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas el anteproyecto de Constitución, se aprobó un dictamen de fecha 1 de julio de 1978 en el que el anterior artículo 27.1 pasaba a convertirse en el artículo 30.1, con el siguiente tenor: «A partir de la edad núbil, el hombre y la mujer, en plena igualdad de derechos y deberes, podrán contraer matrimonio». Texto que, a su vez, se mantuvo inalterable en la versión del proyecto de Constitución aprobado por el Pleno del Congreso de los Diputados en la sesión celebrada el día 24 de julio de 1978.

En su tramitación ante el Senado se formularon diversas enmiendas a la redacción del entonces artículo 30.1 del proyecto de Constitución, de las cuales únicamente dos omitían la referencia al «hombre y la mujer». Por una parte, la suscrita por los Progresistas y Socialistas Independientes (Enmiendas núm. 25) en cuya redacción alternativa se hace referencia expresa a «los cónyuges», y no al hombre y a la mujer; y por otra parte, la formulada por don Luis María Xirinacs Damians del Grupo Parlamentario Mixto (Enmienda núm. 465) en términos coincidentes a la redacción propuesta por el voto particular formulado por el Grupo Parlamentario Socialista al anteproyecto de Constitución y en el que no se hacía tampoco mención al hombre y la mujer sino la referencia genérica a «toda persona».

Tras ser debatido el proyecto en la Comisión Constitucional del Senado, se aprobó un dictamen el 6 de octubre de 1978 en el que el anterior artículo 30.1 pasaba a ser definitivamente el artículo 32.1, con la siguiente redacción: «El hombre y la mujer, a partir edad fijada por la ley, tienen derecho a contraer matrimonio, basado en la igualdad jurídica de los cónyuges». Tal modificación al texto aprobado por el Congreso de los Diputados propuesto por la Comisión Constitucional del Senado fue aprobado por el Pleno de esta misma Cámara el 13 de octubre de 1978.

Y será del texto del Dictamen de la Comisión Mixta Congreso-Senado sobre el proyecto de Constitución de fecha 28 de octubre de 1978 del que resulte la redacción definitiva del precepto en cuestión, en los siguientes términos: «El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica». Texto que a su vez se aprueba, con carácter definitivo, en la sesión plenaria del Congreso de los Diputados celebrada el día 31 de octubre de 1978, en la que fue aprobado el texto de la Constitución.

Queda de manifiesto que desde la primera versión del anteproyecto hasta la versión definitiva del proyecto finalmente aprobado siempre se contempló la referencia expresa al «hombre y la mujer» en el precepto relativo al derecho a contraer matrimonio (artículo 27.1 del anteproyecto de Constitución, artículo 30.1 del proyecto de Constitución y artículo 32.1 del texto definitivo de la Constitución), sin que en ningún momento se contemplara otra posibilidad ni se acogiera otra formulación.

Pero es que además, buena prueba de que el constituyente reflejó en la referencia expresa al «hombre y la mujer» la opción por el matrimonio tradicional basado en la unión entre personas de distinto sexo es que se rechazaron formulaciones alternativas, de las que se ha dejado constancia explícita en las consideraciones que anteceden, en las que se hacía referencia genérica a «los cónyuges» (voto particular del Grupo Parlamentario Comunista) o a «toda persona» (voto particular del Grupo Parlamentario Socialista), lo que permite deducir que la Constitución sólo contempla el matrimonio entendido como unión entre personas de distinto sexo. Baste recordar, por todos, el debate de la enmienda nº 465 del Senador Xirinacs en sesión de la Comisión Constitucional del Senado de 29 de Agosto de 1978 que pretendía otorgar a toda persona el derecho a contraer matrimonio y al desarrollo de su sexualidad, justificada por el argumento de que “ la realidad del mundo actual es que se investiga sobre nuevas formas de matrimonio y de relaciones no matrimoniales con una intensidad y extensión tales que de no tenerlo en cuenta margina- el texto de la ponencia constitucional- a una gran cantidad de personas“, para comprobar que los constituyentes valoraron y debatieron otras posibilidades y finalmente las rechazaron.

Es forzoso concluir, por tanto, que la voluntad del constituyente de la que es fiel reflejo el «iter» parlamentario someramente expuesto fue la de recoger la institución matrimonial como siempre había sido concebida, es decir, como una unión entre hombre y mujer, en la que la diferenciación de sexos es una cualidad esencial y determinante. Precisamente por ello, y porque el fin principal perseguido por el artículo 32 era procurar la igualdad jurídica del hombre y la mujer en el matrimonio, eliminando las discriminaciones de la legislación civil precedente, es por lo que nunca se planteó siquiera que resultara imprescindible que el mencionado precepto constitucional, cuando previene que «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica», intercalara el inciso «entre sí» para dejar definitivamente clara la voluntad del legislador.

Porque, en efecto, ello ya estaba implícito en la referencia expresa a ambos sexos, y se deducía inequívocamente de la tradición jurídica occidental en la que se inscribe el ordenamiento patrio. Lo que, por lo demás, reconoce paladinamente la Exposición de Motivos de la Ley impugnada, aunque sea para después dar por sentado, sin prueba alguna, que existe un margen de opciones abierto por la Constitución y que el legislador puede alterar esencialmente la institución matrimonial según los valores dominantes en cada momento histórico. Afirmación que difícilmente puede aceptarse, pues legitimaría al legislador ordinario para introducir en el ordenamiento cualquier concepción del matrimonio, por ejemplo, el matrimonio entre hermanos, o el matrimonio poligínico o poligámico. Pero debe advertirse que ningún precepto de la Constitución ofrece la menor base para que el legislador ordinario pueda seguir esas opciones legislativas a que se refiere la Exposición de Motivos de la Ley.

En definitiva, el hecho de que la Constitución proclame que «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica», no autoriza en modo alguno a concluir que la Constitución permite una unión entre personas del mismo sexo por el mero hecho de haberse omitido la expresión «entre sí», obvia en el contexto del precepto dictado. Antes el contrario, de la referencia expresa al «hombre y la mujer» se deduce expresamente que la voluntad del constituyente ha sido preservar la configuración institucional del matrimonio a la unión heterosexual, y así lo prueban la larga serie de argumentos anteriormente expuestos.

4. Idéntica conclusión cabe inferir desde la perspectiva de los antecedentes histórico-legislativos. En efecto, la historia del Derecho civil evidencia que la institución del matrimonio ha concitado amplios debates sobre aspectos relevantes de su configuración jurídica, como las clases de matrimonio (civil, religioso o mixto), su naturaleza (contractual, sacramental, negocial o institucional) o la regulación de las causas de separación y disolución, pero nunca hasta ahora se ha planteado que la institución del matrimonio pudiera dar cabida a las uniones constituidas entre personas del mismo sexo.

Ni la legislación histórica, ni las sucesivas regulaciones del matrimonio en la legislación contemporánea (así, por ejemplo, la Ley Provisional de Matrimonio Civil de 1870, el Código Civil de 1889 desde su versión originaria hasta la reforma de la Ley impugnada, la Ley de Matrimonio Civil de 1932) han contemplado ni por asomo la posibilidad de que una unión entre personas del mismo sexo pudiera tener la consideración de matrimonio.

En particular, el Código Civil español ha seguido desde su promulgación el criterio expuesto. La referencia al hombre y a la mujer del artículo 44, según el cual «el hombre y la mujer tiene derecho a contraer matrimonio (…)»), se concretaba hasta la Ley 13/2005 en multitud de preceptos con referencias al «marido» y a la «mujer», una vez celebrado el matrimonio. Especialmente significativa resultaba esta terminología en los artículos 66 y 67 del Código Civil en su redacción inmediatamente anterior a la que le da la Ley impugnada, que son dos de los tres preceptos (según dispone el artículo 58 del mismo cuerpo legal) a los que se debe dar lectura, por el juez o funcionario, en el acto solemne de celebración del matrimonio civil: «el marido y la mujer son iguales en derechos y deberes» (artículo 66) y «el marido y la mujer deben respetarse y ayudarse mutuamente y actuar en interés de la familia» (artículo 67).

Pero es que además, tal y como se argumentaba en la Resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado de 21 de enero de 1988, que parte de la consideración de que el matrimonio configurado por la Constitución se basa en la diferenciación de sexos, «si llegara a contraerse un matrimonio entre personas del mismo sexo, el matrimonio sería, sin duda, nulo por aplicación del artículo 73.1 del Código Civil («es nulo (…) el matrimonio celebrado sin consentimiento matrimonial»), en relación con el artículo 45.1 del mismo texto legal («no hay matrimonio sin consentimiento matrimonial»)». Cuando este último precepto dispone que «no hay matrimonio sin consentimiento matrimonial» -argumenta la Resolución antedicha- sirve para acentuar el carácter singular del consentimiento que han de prestar los cónyuges, que no es ya el simple consentimiento necesario para un contrato cualquiera, sino el recíproco consentimiento en el que cada contrayente ha tenido en cuenta el sexo distinto del otro, destinados a complementarse en la institución matrimonial.

De hecho, paradójicamente, la interpretación que del art. 32 de la Constitución se ha hecho hasta estas fechas por la Administración Socialista a través de las Resoluciones de la Dirección General del Registro y del Notariado ha sido inequívoca -y obviamente contraria a lo que ahora se defiende con la Ley impugnada. Así la Resolución citada de la DGRN de 21-1-1988 dice muy tajantemente que “El matrimonio es una institución en el que la diferenciación de sexos es esencial. Y ese concepto tradicional es el que recogen , sin duda alguna, las normas vigentes en España, rectamente interpretadas.”

Y la Resolución DGRN de 2-10-1991 concluye que “El derecho fundamental del hombre y la mujer a contraer matrimonio contemplado en el art. 32 de la CE está limitado a personas de distinto sexo biológico.”

La cuestión está tan clara que no merece mayor comentario..

En parecidos términos, la Sentencia del Tribunal Supremo de 19 de abril 1991 consideraba inexistente, por contrario a la Constitución, el eventual matrimonio contraído por un transexual con una persona de su mismo sexo cromosómico, y señalaba, a este respecto, que «el libre desarrollo de la personalidad del transexual tiene el límite de no poder, al no ser posible, contraer matrimonio, aparte de otras limitaciones deducidas de la naturaleza física humana, ya que tales matrimonios serían nulos por inexistentes, como se deduce de los artículos 44 y 73 del Código Civil y 32 de la Constitución Española». Y aunque el mismo Tribunal en su Sentencia de 6 de septiembre de 2002 adopta una solución acaso más innovadora, al posibilitar la rectificación registral como manifestación del libre desarrollo de la personalidad del artículo 10.1 de la Constitución, lo hace negando de nuevo la posibilidad al transexual de contraer matrimonio según el nuevo sexo adquirido».

Ello sentado, las dos únicas cuestiones que han afectado de alguna manera al régimen jurídico del matrimonio en lo que atañe a su configuración institucional en estos años postconstitucionales, han sido, de una parte, el reconocimiento de las uniones de hecho (en concreto, de las uniones homosexuales), sobre las que han proliferado diversas iniciativas legislativas en el Derecho comparado y, en España, por parte de algunas Comunidades Autónomas, como Cataluña (Ley 10/1998, de 15 de julio, de uniones estables de pareja), Aragón (Ley 6/1999, de 26 de marzo, relativa a parejas estables no casadas), Navarra (Ley 6/2000, de 3 de julio, para la igualdad jurídica de las parejas estables), Comunidad Valenciana (Ley 1/2001, de 6 de abril, por la que se regulan las uniones de hecho), Baleares (Ley 18/2001, de 19 de diciembre, de parejas estables), Madrid (Ley 11/2001, de 19 de diciembre, de uniones de hecho de la Comunidad de Madrid), Principado de Asturias (Ley 4/2002, de 23 de mayo, de parejas estables), Andalucía (Ley 5/2002, de 16 de diciembre, de parejas de hecho), Canarias (Ley 5/2003, de 6 de marzo, para la regulación de las parejas de hecho), Extremadura (Ley 5/2003, de 20 de marzo, de parejas de hecho) y País Vasco (Ley 2/2003, de 7 de mayo, reguladora de las parejas de hecho); y de otra, el acceso de personas transexuales al matrimonio, lo que dio lugar a una jurisprudencia desfavorable (Sentencias de 2 de julio de 1987, 15 de julio de 1988, 3 de marzo de 1999 y 19 de abril de 1991), si bien, a partir de la reforma del Código Penal llevada a cabo por la Ley Orgánica 8/1983, de 25 de junio, que supuso la despenalización de las operaciones de cirugía sexual, la Dirección General de los Registros y del Notariado permitió en Resoluciones de 8 y 31 de enero de 2001 el matrimonio transexual una vez decretada por sentencia la rectificación registral del sexo y modificado subsiguientemente por el Encargado del Registro Civil el asiento referido al acta de nacimiento, y más recientemente la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Canarias de 7 de noviembre de 2003.

Por lo tanto, la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio constituye un paso sin precedentes en la tradición jurídica patria, sólo secundada en el Derecho comparado europeo por Holanda y Bélgica y en el Derecho comparado extraeuropeo por algunos territorios de Canadá (como Ontario y la Columbia Británica) y a algunos Estados de los Estados Unidos de América (como Hawai, Alaska, Vermont y Massachussets).

5. Por si todo lo anterior no resultase abrumadoramente revelador, la interpretación del artículo 32 de la Constitución que resulta de las consideraciones ha quedado firmemente establecida en la propia doctrina del Tribunal Constitucional.

En efecto, de los pronunciamientos del Alto Tribunal sobre las formas de convivencia «more uxorio» cabe deducir criterios muy relevantes.

Así, el supremo intérprete de la Constitución ha sostenido que el matrimonio y la convivencia extramatrimonial no son realidades equivalentes a todos los efectos, y que caber otorgar un trato más favorable a la unidad familiar basada en el matrimonio que a otras unidades convivenciales (Sentencias 184/1990, de 15 de noviembre y 47/1993, de 8 de febrero).

En esta misma línea argumental, el Tribunal Constitucional ha destacado que «no es dable reconocer un derecho a formar una unión fáctica que sea acreedora del mismo tratamiento que el dispensado por el legislador a quienes, en el ejercicio del derecho constitucional que les confiere el artículo 32 CE, contraigan matrimonio, institución a la que la propia Constitución ha querido dispensar una especial protección jurídica» (Sentencias TCo 184/1990, de 15 de noviembre; 29/1991, de 14 de febrero; 30/1991, de 14 de febrero; 31/1991, de 14 de febrero; 35/1991 de 14 de febrero; 38/1991, de 14 de febrero; 77/1991, de 11 de abril; 29/1992, de 9 de marzo; y 66/1994, de 28 de febrero). En otros términos, la Constitución no reconoce un derecho a formar una unión de hecho que se beneficie del mismo tratamiento que el legislador otorga a quienes en el ejercicio del derecho constitucional reconocido en el artículo 32 de la Constitución contraigan matrimonio, institución social y jurídica garantizada por la Norma Fundamental.

Así, por ejemplo, en materia de pensiones de viudedad, el Tribunal Constitucional no se cuestiona la libertad del legislador para exigir la convivencia matrimonial como requisito para la concesión de determinadas prestaciones (Sentencia 66/1994), y ha afirmado reiteradamente que ni el artículo 14 de la Constitución ni su artículo 10.1 pueden servir de fundamento a un derecho a percibir pensión de viudedad por parte de uno de los que convivían extramatrimonialmente cuando el otro fallece (Sentencia 184/1990, de 14 de noviembre), y para no considerar arbitraria esa diferencia de trato, el Tribunal ha tenido en cuenta la voluntariedad de la convivencia «more uxorio», esto es, que los convivientes no hayan querido transformar su relación en matrimonio cuando nada les impedía acceder a dicho estatus (Sentencias 184/1990, de 14 de noviembre y 38/1991, de 14 de febrero). Por el contrario, en materia de subrogación arrendaticio, el Tribunal Constitucional apreció que la diferenciación entre el cónyuge supérstite del matrimonio y el miembro que lo fuera de una unión de hecho era contraria a la Constitución, no porque se considerase infringido el principio de igualdad, sino por carecer de un fin aceptable desde la perspectiva constitucional y contravenir fines o mandatos presentes en la propia Constitución, en particular, los contenidos en sus artículos 39.1 (protección de la familia) y 47 (derecho a disfrutar de una vivienda) (Sentencia 222/1992, de 11 de diciembre).

Más recientemente, en su Auto 222/1994, de 11 de julio, el Tribunal Constitucional señala que «al igual que la convivencia fáctica entre una pareja heterosexual, la unión entre personas del mismos sexo biológico no es una institución jurídicamente regulada, ni existe un derecho constitucional a su establecimiento; todo lo contrario al matrimonio entre hombre y mujer que es un derecho constitucional (artículo 32.1) que genera ope legis una pluralidad de derechos y deberes (STC 184/1990)». Y se añade a ello que este argumento viene avalado, además, por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de acuerdo con el cual la exclusión del matrimonio entre personas del mismo sexo no implica violación del artículo 12 del Convenio de Roma, que al garantizar el derecho a casarse, se refiere al concepto tradicional de matrimonio entre dos personas de distinto sexo. Concluye el mencionado Auto 222/1994 que «se debe admitir la plena constitucionalidad del principio heterosexual como calificador del vínculo matrimonial, tal como prevé nuestro Código Civil, de tal manera que los poderes públicos pueden otorgar un trato de privilegio a la unión familiar constituida por hombre y mujer frente a una unión homosexual».

En definitiva, a la luz de la doctrina del Tribunal Constitucional, la unión de hecho (heterosexual u homosexual) no es equiparable a la unión constitutiva del matrimonio. Y si bien alguno de sus pronunciamientos considera que dicha diferenciación es fruto de una libre elección, lo que se justifica en el caso de las uniones heterosexuales dado que pueden legalmente pueden convertir su unión «more uxorio» en unión matrimonial, tal conclusión puede extenderse a las uniones de hecho homosexuales, con el matiz ciertamente obligado de que el carácter fáctico de esa unión resulta obligado, en la medida que hasta la reforma del Código Civil de cuya impugnación se trata, tales uniones no podían convertirse en matrimonio, de lo cual, sin embargo, no puede inferirse tacha alguna de inconstitucionalidad, en la medida que no es la legalidad ordinaria sino la propia Constitución la que opta por reconocer y consagrar la configuración institucional del matrimonio basada en la heterosexualidad. Cuestión distinta es que la regulación de las uniones de hecho pueda en su caso dispensar la necesaria protección jurídica a los derechos e intereses, sin duda dignos de protección, que las parejas del mismo sexo puedan requerir.

A mayor abundamiento, el Tribunal Constitucional ha dejado claro ( Auto 446 de 11 de Julio de 1984 ) que no conculca los principios constitucionales de igualdad y de no discriminación ( artº 9 y 14 CE ) una legislación de la que se deriven efectos jurídicos diferentes para las relaciones heterosexuales y las homosexuales.

Así en dicho Auto se dice “El principio de igualdad ante la Ley del artº 14 de la CE concede a todos los ciudadanos el derecho subjetivo a recibir un tratamiento idéntico en supuestos de hecho iguales a los otorgados a otras personas; pero en el caso de existir diferentes supuestos de hecho , es aceptable la desigualdad si resulta razonable y fundada..”

El Auto da respuesta a una demanda interpuesta por dos personas homosexuales que fueron condenadas en aplicación del artº 352 del Código de Justicia Militar por realizar actos deshonestos quienes alegaban que era discriminatorio y contrario al principio constitucional de igualdad tipificar como delito los actos realizados por personas del mismo sexo quedando impunes los actos realizados por personas de sexo opuesto.

El Tribunal sigue diciendo que ” …la indicada alegación para fundar la desigualdad discriminatoria, no compara en abstracto situaciones iguales, pues los actos deshonestos tipificados, realizados entre individuos del propio sexo no son asimilables ni comparables con las relaciones heterosexuales por lo que la prohibición de aquellas y la permisión de estas tiene razonable y bastante fundamento que no se puede desconocer , no siendo posible establecer entre estas situaciones una equiparación o similitud para que opere el artº 14 de la CE“

Pues bien, si como ha quedado sentado, no es dable reconocer un derecho a formar una unión fáctica (en este caso, entre parejas del mismo sexo) que sea acreedora del mismo tratamiento jurídico que el dispensado por el legislador a quienes, en el ejercicio del derecho constitucional reconocido en el artículo 32 de la Constitución contraigan matrimonio, no parece constitucionalmente admisible que pueda subvertirse dicho planteamiento mediante la aprobación por el legislador ordinario de una ley que, a través de una simple modificación del Código Civil, permita dar cabida en la institución del matrimonio a las uniones constituidas por personas del mismo sexo, todo ello además a costa de desvirtuar la propia naturaleza y esencia de una institución jurídica inserta en su concepción heterosexual en la tradición jurídica del mundo occidental y de nuestra nación.

Tal planteamiento resulta constitucionalmente inadmisible, más aun si se tiene presente que el susodicho precepto constitucional contiene una expresa garantía de la institución del matrimonio, como sucede también respecto de la propiedad privada o de la sucesión «mortis causa» (artículo 33.1), lo que significa que se trata de una norma que asegura la existencia en el ordenamiento jurídico de la institución del matrimonio con un contenido predeterminado (en concreto, el matrimonio como unión entre un hombre y una mujer y, por consiguiente, el principio de heterosexualidad) y, con la consecuencia, de determinar la inconstitucionalidad de las eventuales normas -leyes ordinarias, como la que ahora se impugna- que tengan por objeto una alteración sustancial de la configuración institucional y de los perfiles que le son propios, que conduce a tergiversarla y a desvirtuarla.

6. A la vista de todo lo anterior, cabe señalar que el artículo 32 de la Constitución reconoce un derecho constitucional al matrimonio entre hombre y mujer, y no lo reconoce, en cambio, a las parejas del mismo sexo, y si bien ello no obsta para que el legislador pueda arbitrar una regulación de las formas de convivencia «more uxorio» entre parejas del mismo sexo, sí que impide, a pesar de la remisión de su apartado 2 a la ley de la regulación de determinadas cuestiones, que pueda extender tal derecho (el de contraer matrimonio) a las parejas homosexuales. Así lo han señalado el Consejo de Estado y el Consejo General del Poder Judicial en sus respectivos informes.

En este sentido, cabe recordar, en primer término, que el artículo 32.2 de la Constitución remite a la Ley la regulación de «las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos», y si bien es cierto que la enunciación concreta y tasada no priva necesariamente al legislador del ejercicio de sus potestades constitucionales para proceder a una regulación general del derecho constitucional al matrimonio, de conformidad con lo prevenido en el artículo 53.1 de la Constitución, el margen de actuación del legislador en su función ordenadora tiene que atenerse a los límites que los propios términos del artículo 32 de la Constitución establecen; en este caso, que el derecho a contraer matrimonio corresponde al «hombre y la mujer» y que tal derecho se reconoce a ambos para contraer matrimonio entre sí.

En consecuencia, si bien ha de reconocerse, por principio, un amplio margen de actuación al legislador en su función ordenadora de la sociedad, cuando su acción afecta e incide directamente a derechos consagrados en la Constitución, tal función ordenadora debe atenerse a los límites, infranqueables incluso para el legislador, que el Tribunal Constitucional ha venido señalando desde sus primeros pronunciamientos.

Como ha señalado el Consejo de Estado en su Dictamen de 16 de diciembre de 2004, «la apertura de la institución matrimonial a parejas del mismo sexo no supone una simple ampliación de la base subjetiva, reconociendo a las parejas del mismo sexo un derecho que no tienen constitucionalmente garantizado, determina una alteración de la institución matrimonial, que obliga a plantearse si con esa regulación -por vía legislativa. se está afectando el derecho reconocido en el artículo 32 de la Constitución más allá de lo constitucionalmente admisible», más aun «cuando el derecho en cuestión está directamente vinculado o asociado a la institución del matrimonio («derecho a contraer matrimonio»), por lo que en la medida en que ésta quede afectada quedará también afectado el derecho de referencia».

La Ley que en virtud del presente recurso se impugna propicia una apertura de la institución matrimonial a parejas del mismo sexo, por utilizar las palabras empleadas por el Consejo de Estado en su Dictamen, lo que supone, como el propio Alto Cuerpo Consultivo pone de relieve, «un cambio especialmente profundo de dicha institución, que delimita y afecta a esas posibilidades de actuación, hasta el punto de plantear si, con ello, no se está alterando la naturaleza jurídica del derecho constitucionalmente reconocido en el artículo 32 de la Norma Fundamental».

En este mismo orden de consideraciones, conviene también significar que la propia doctrina del Tribunal Constitucional ha afirmado el doble carácter de los derechos fundamentales, ya desde su Sentencia 25/1981, apreciando, junto a la subjetiva, una dimensión objetiva de todos y cada uno de ellos, que impone a todos los poderes públicos (incluido el legislador) su debida observancia, también en el alumbramiento de normas jurídicas, con la inexcusable necesidad de tutelarlos, en cuanto derechos inherentes a la persona y como fundamento del orden político y de la paz social. Desde esta perspectiva, el derecho a contraer matrimonio reconocido en la Constitución supone no sólo una protección de la libertad del individuo, sino también un deber del legislador de proteger los valores subyacentes en las relaciones «horizontales».

Por otro lado, no debe olvidarse que los derechos fundamentales constitucionalmente tienen una eficacia conformadora de la sociedad. Dicho de otro modo, la Constitución, al consagrar un Estado social y democrático de Derecho ha superado una visión estrictamente individualista de los derechos, que se limitaban a conferir un poder inviolable al individuo frente al poder público o frente a otros individuos (es decir, a expresarse, a manifestarse, a su propia libertad). Con toda claridad, el artículo 10.1 de la Constitución establece cómo los derechos inviolables que son inherentes a la persona «son fundamento del orden político y de la paz social».

En otros términos, los derechos reconocidos y garantizados por la Constitución no sólo afectan a quienes los disfrutan, sino que la sociedad entera se configura conforme a ellos. Desde esta perspectiva, no resulta admisible que el legislador apele a fundamentos tan inconsistentes como poco convincentes como el de que se trata de extender derechos fundamentales a quienes no los tienen reconocidos, pues, además de que a nadie por ser homosexual se le ha impedido nunca el contraer matrimonio, la sociedad entera se ve afectada por la eliminación del que desde siempre y hasta ahora ha sido un elemento esencial y básico del matrimonio (la heterosexualidad), entendido en su doble condición de derecho fundamental e institución jurídica.

Por ilustrar la argumentación, la apertura de la institución matrimonial a las parejas de personas del mismo sexo constituye una alteración tan sustancial del derecho fundamental a contraer matrimonio y de la institución matrimonial, que podría compararse a una hipotética supresión de la facultad de disponer como parte del contenido esencial del derecho de propiedad que reconoce el artículo 33 de la Constitución, o con la supresión de la voluntad del causante en el derecho a la herencia que reconoce el mismo precepto constitucional, sustituyéndola por ejemplo por la decisión democrática de los herederos forzosos sobre los bienes y derecho que integran el caudal relicto del causante. Se trataría, en ambos casos, de la abolición de uno de los rasgos básicos de la propiedad (la facultad dominical de disponer sobre la propia cosa o derecho) y de la herencia (la voluntad del testador), respectivamente, derechos fundamentales e instituciones jurídicas civiles también, al igual que el matrimonio; abolición que afectaría no sólo a los eventuales titulares de esos derechos, sino a toda la sociedad.

7. Llegados a este punto, debe también volverse sobre la cuestión de que los objetivos perseguidos por una iniciativa del legislador no pueden servir de argumento legítimo para desnaturalizar o tergiversar los derechos que reconoce y tutela la Constitución, más aun cuando, como se decía anteriormente, el derecho en cuestión se encuentra intrínsecamente ligado a una institución social, jurídica e histórica que encarna el matrimonio.

En efecto, aun cuando pueda eventualmente considerarse que los objetivos perseguidos por el legislador están amparados en la Constitución, debe considerarse, en primer término y como cuestión previa, si la norma en cuestión es conforme a la Norma Fundamental, pero también si dicha norma es necesaria para la consecución de los objetivos perseguidos y si la acción del legislador resulta o no proporcionada, lo que exige una ponderación teniendo en cuenta los bienes, derechos y valores en juego.

Por lo que se refiere a la primera cuestión, ha quedado suficientemente argumentado en las precedentes consideraciones que el derecho al matrimonio que reconoce la Constitución incorpora, como elemento esencial e inherente al matrimonio, la diversidad sexual de los contrayentes, configurando así la concepción tradicional del matrimonio, de tal suerte que aquellas normas que, como la que ahora se impugna, desnaturalizan los perfiles sustantivos de la institución no pueden reputarse conformes a la Constitución. Esta garantía constitucional del matrimonio tiene como consecuencia que el legislador no sólo no puede desconocer la institución del matrimonio, sino tampoco dejar de regularla de conformidad con los perfiles de la institución que la propia Constitución establece.

En efecto, el orden jurídico político establecido por la Constitución asegura la existencia de determinadas instituciones jurídicas, a las que se considera como componentes esenciales y cuya preservación se juzga indispensable para asegurar los principios constitucionales, estableciendo en ellas un núcleo o reducto indispensable por el legislador. De este modo, las instituciones garantizadas representan elementos indispensables de la arquitectura constitucional, y si bien su regulación se hace en el propio texto constitucional, su concreta configuración se defiere al legislador ordinario, al que no se fija más límite que el del reducto indisponible o núcleo esencial de la institución que la Constitución garantiza.

El Tribunal Constitucional ha venido establecer desde sus pronunciamientos más tempranos los fundamentos de lo que ha representado su doctrina sobre el concepto de «garantía institucional». En su célebre Sentencia 32/1981, de 28 de julio entendió que «las instituciones garantizadas son elementos arquitecturales indispensables del orden constitucional y las normaciones que las protegen son, sin duda, normaciones organizativas, pero a diferencia de lo que sucede con las instituciones supremas del Estado, cuya regulación orgánica se hace en el propio texto constitucional, en éstas la configuración institucional concreta se defiere al legislador ordinario, al que no se fija más límite que el del reducto indisponible o núcleo esencial de la institución que la Constitución garantiza. Por definición, en consecuencia, la garantía institucional no asegura un contenido concreto o un ámbito competencial determinado y fijado de una vez por todas, sino la preservación de una institución en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar», y añadió: «Dicha garantía es desconocida cuando la institución es limitada, de tal modo que se le priva prácticamente de sus posibilidades de existencia real como institución para convertirse en un simple nombre. Tales son los límites para su determinación por las normas que la regulan y por la aplicación que se haga de éstas. En definitiva, la única interdicción claramente discernible es la de la ruptura clara y neta con esa imagen comúnmente aceptada de la institución que, en cuanto formación jurídica, viene determinada en buena parte por las normas que en cada momento la regulan y la aplicación que de las mismas se hace».

Pues bien, el artículo 32 de nuestra Constitución contiene una inequívoca garantía institucional del matrimonio, pues no sólo reconoce y garantiza el derecho a contraer matrimonio, sino que hace del matrimonio una institución jurídicamente garantizada por la propia Constitución. Así lo señaló de modo terminante el Tribunal Constitucional en su Sentencia 184/1990, de 15 de noviembre, en consonancia con anteriores pronunciamientos y con un planteamiento doctrinal seguido con posterioridad por otras varias Sentencias y Autos. Como aquella Sentencia declaró: «El matrimonio es una institución social garantizada por la Constitución y el derecho del hombre y de la mujer a contraerlo es un derecho constitucional (artículo 32.1 de la Constitución) cuyo régimen jurídico corresponde a la ley por mandato constitucional (artículo 32.2.) (…)». Y así lo confirman con claridad el Consejo de Estado en su Dictamen núm. 2.628/2004, de 16 de diciembre de 2004 y el Consejo General del Poder Judicial en su Informe de 26 de enero de 2005, emitidos ambos con relación al anteproyecto de la Ley que en virtud del presente recurso se impugna, así como también la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación en el Informe aprobado en la sesión plenaria celebrada el 21 de febrero de 2005. Queda claro, pues, que el matrimonio es una institución constitucionalmente garantizada o asegurada, como lo son la propiedad privada o la herencia entendida como sucesión «mortis causa» (artículo 33.1).

Mas expresado ello debe añadirse algo más. La garantía institucional de la que se beneficia constitucionalmente el matrimonio no sólo afecta a su propia existencia como institución o como derecho a contraerlo, sino a su preservación en los términos que la hacen recognoscible conforme a la propia Constitución, en relación con el contexto y los antecedentes históricos y legislativos, y ello por cuanto si bien la regulación del matrimonio no se contempla obviamente en la Constitución, sino que se defiere al legislador ordinario, ésta prefigura de manera expresa una determinada concepción del matrimonio al garantizar el derecho a contraer matrimonio al «hombre y la mujer», y no a las parejas del mismo sexo. Dicho de otro modo, la garantía constitucional configura un modelo de matrimonio basado en el principio heterosexual, esto es, en la unión de un hombre y una mujer, y ello conduce, como consecuencia obligada, a entender que su regulación por el legislador no puede implicar en ningún caso una alteración de tal principio básico.

Desde esta perspectiva, es obvio que la garantía institucional entendida, tal como se concibe en la dogmática constitucionalista, como garantía de la existencia en el ordenamiento jurídico de una institución con un contenido predeterminado, resulta predicable del matrimonio, y no sólo frente a eventuales normas que tuvieran por objeto suprimir una determinada institución, sino también frente a aquellas otras que, sin suprimirlas formalmente, la vacíen de su contenido, o las desnaturalicen, bien creando figuras paralelas que lleguen a resultados similares, bien alterando sustancialmente los perfiles básicos que le son propios. En otros términos, la existencia de una garantía institucional del matrimonio determina la inconstitucionalidad de las eventuales normas que sin hacerlo desaparecer, desvirtúen, tergiversen o desnaturalicen su contenido predeterminado por la Constitución.

En segundo lugar, y como consecuencia de lo anteriormente expresado, el ámbito de libre disposición por el legislador se encuentra limitado por los términos del propio artículo 32. En efecto, el apartado 2 del referido precepto constitucional remite a la Ley la regulación de «las formas de matrimonio, la edad y capacidad para contraerlo, los derechos y deberes de los cónyuges, las causas de separación y disolución y sus efectos», y si bien es cierto que la enunciación concreta y tasada de materias no priva necesariamente al legislador del ejercicio de sus potestades para proceder a una regulación general del régimen jurídico del matrimonio, el margen de actuación del legisladora en su función de ordenación normativa tiene que atenerse a los límites, infranqueables incluso para el legislador, que la propia Constitución establece; en este caso, que el derecho a contraer matrimonio corresponde al «hombre y la mujer».

La garantía institucional es desconocida, como ha señalado el Tribunal Constitucional (Sentencia 32/1981, de 28 de julio) y el Consejo de Estado (Dictamen 2.628/2004, de 16 de diciembre de 2004), cuando la institución es reducida a un simple nombre, rompiendo con la imagen comúnmente aceptada de la institución que, en cuanto formación jurídica, viene determinada en buena parte por las normas que en cada momento la regulan y por la aplicación que de las mismas se hace. Y si bien el Tribunal Constitucional ha declarado que «la garantía institucional no asegura un contenido concreto y fijado de una vez por todas», por cuanto la configuración institucional concreta se defiere al legislador, al que no se fija más límite que el reducto indisponible o núcleo esencial de la institución que la Constitución garantiza, sí que garantiza «la preservación de una institución en términos recognoscibles para la imagen que de la misma tiene la conciencia social en cada tiempo y lugar» (Sentencia 32/1981, de 28 de julio).

Desde esta perspectiva, una norma legal que propicia una alteración tan sustancial de la institución del matrimonio como la que se plantea, mediante su extensión a parejas del mismo sexo, contradice abiertamente los términos del artículo 32 de la Constitución por todo cuanto se ha expresado anteriormente, pero al propio tiempo supone una ruptura de la concepción social vigente en España en nuestros días, como lo prueban, entre otras circunstancias, la perceptible diferenciación entre el matrimonio como institución forjada en la tradición histórica y jurídica anteriormente aludida y con unos fundamentos y principios informadores que le son propios, y otras realidades que a veces se aproximan pero no se confunden con él, como son las formas de convivencia «more uxorio», que incluyen las uniones de hecho integradas por personas del mismo sexo y que han surgido o se han desarrollado por contraposición al matrimonio.

8. Pero es que, además de inconstitucional por contravenir lo dispuesto en el artículo 32 de la Constitución, la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se reforma el Código Civil, es innecesaria para la consecución de los objetivos perseguidos, y en todo caso desproporcionada, si se atiende a una debida ponderación de los bienes, derechos y valores en juego. En efecto, la mencionada Ley dice orientarse a la consecución de una serie de objetivos que se recogen en su exposición de motivos, y que pueden sintetizarse como sigue: a) reconocimiento legal de los diversos modelos de convivencia existentes en la sociedad, incluyendo la convivencia como pareja entre personas del mismo sexo, basada en el afecto, como medio a través del cual se desarrolla la personalidad; b) promoción de la igualdad efectiva de los ciudadanos en el libre desarrollo de la personalidad; c) remoción de toda discriminación fundada en la orientación sexual, permitiendo el libre desarrollo de la personalidad, preservando la libertad en cuanto a las formas de convivencia; d) acceso de las parejas homosexuales a un «status» equiparable al matrimonial, configurándolas como uniones familiares, con los mismos efectos, en particular en cuanto a derechos y prestaciones sociales y a la posibilidad de ser parte en procedimientos de adopción.

Pues bien, aunque estos objetivos pudieran tener una base constitucional, lo que no se pone en tela de juicio, ello no significa que para proceder a la regulación de los derechos e intereses que subyacen en las uniones o parejas del mismo sexo, sin duda dignas de protección, deba optarse, como señala el Consejo de Estado en su tantas veces citado dictamen, «por una alteración de la institución matrimonial (del llamado principio de heterosexualidad que hasta ahora la articula), frente a otras posibles opciones orientadas a una nueva regulación del nuevo modelo de pareja junto al matrimonio y no dentro de él».

Más aun si se tiene presente que, desde la perspectiva del Derecho comparado, puede apreciarse la general concepción del matrimonio como una unión entre personas de distinto sexo, siendo muy pocos, casi testimoniales, los casos en que la institución matrimonial ha quedado abierta a parejas homosexuales. Tal cuestión se ha planteado, por ejemplo, en Holanda, que al margen de otros antecedentes en aspectos concretos sobre la convivencia de parejas del mismo sexo, que se remontan a 1979, se introdujo el contrato de vida en común en 1993; en 1998, se reguló la pareja registrada, abierta a parejas de igual o distinto sexo, y cuyos efectos se determinaban por remisión al régimen matrimonial, aunque con algunas diferencias en materia de adopción; y ya en 2001 -Ley de 7 de diciembre de 2001- se dio el paso de abrir la institución matrimonial a parejas del mismo sexo, permitiendo a su vez la adopción conjunta, aunque se mantenían diferencias con el matrimonio heterosexual en materia de adopción internacional y presunción de paternidad. Y también se ha planteado en Bélgica, en donde se institucionalizó la cohabitación extramatrimonial en 1998, entre la simple convivencia de hecho y el matrimonio, aunque con notables diferencias respecto de este último, y ya en 2003 -Ley de 30 de enero de 2003- se abrió el matrimonio a parejas del mismo sexo, pero con limitaciones en materia de filiación y adopción. Por el contrario, las soluciones adoptadas en el Derecho comparado europeo responden a la concepción generalizada del matrimonio entendido como una unión entre personas de distinto sexo, y a una relativa extensión del reconocimiento de uniones civiles de parejas del mismo sexo, cuya regulación encuentra un mayor o menor grado de aproximación al matrimonio, aunque manteniéndose diferencias relevantes, sobre todo y entre otras, en materia de filiación y adopción.

Por otro lado, conviene hacer notar que, al margen de otras diferencias sobre tradiciones y concepciones sociales que no resultan carentes de importancia, el marco constitucional en el que las legislaciones comparadas que han abierto el matrimonio a las parejas del mismo sexo no dispensa a la institución matrimonial la misma protección jurídica. En este sentido, hay que recordar que la Constitución holandesa no incluye el derecho a contraer matrimonio entre los derechos recogidos en su Título I (artículos 1 a 23), y que la Constitución belga se limita en su Título II (artículos 8 a 32) a garantizar que el matrimonio civil deberá preceder a la bendición nupcial, salvo las excepciones que la ley establezca en su caso (artículo 21).

Desde esta misma perspectiva constitucional comparada, resultan especialmente significativas las regulaciones establecidas en aquellos países cuya Constitución sí otorga una especial protección a la institución del matrimonio o al derecho a contraerlo. Es el caso, por ejemplo, del artículo 6 de la Ley Fundamental de Bonn, que dispone que el matrimonio y la familia se encuentran bajo la protección del orden estatal; al considerarse que la Constitución alemana impide que dos personas del mismo sexo puedan contraer matrimonio (la garantía institucional del matrimonio incluiría la heterosexualidad, aun cuando el mencionado artículo 6, a diferencia de lo que ocurre en la Constitución española, no se refiere expresamente al hombre y la mujer), se introdujo en el año 2001 la institución de la «pareja registrada» («Lebenspartnerschaft»), limitada a las parejas del mismo sexo. Y aunque no suponía una alteración en la configuración institucional del matrimonio, se cuestionó su constitucionalidad, y sobre ella se pronunció el Tribunal Constitucional alemán en Sentencia de 17 de julio de 2002, en la que declaró que la Ley era conforme a la Ley Fundamental, al considerar que la protección que ésta dispensa al matrimonio no impide al legislador atribuir a las parejas derechos y deberes parecidos o análogos a los que derivan del matrimonio, puesto que la institución del matrimonio no está amenazada por una institución que se dirige a personas que no pueden contraerlo Por lo demás, de la regulación antedicha debe destacarse que las parejas registradas no pueden adoptar conjuntamente ni se les reconocen derechos conjuntos respecto a los hijos comunes concebidos mediante técnicas de reproducción asistida, aunque se atribuyen algunos poderes de codecisión en caso de que la pareja conviva con los hijos habidos por uno de sus miembros.

También se ha planteado en el Derecho comparado extraeuropeo el problema del reconocimiento del derecho a contraer matrimonio a las parejas homosexuales; concretamente, en algunos Estados de los Estados Unidos y en algunos territorios de Canadá. En Estados Unidos, la apertura del matrimonio o uniones civiles (con distintos nombres y distintos efectos) a parejas del mismo sexo encontró acogida por vía jurisprudencial, al plantearse la posible inconstitucionalidad de que se impidiera a las parejas homosexuales el acceso a tales regímenes (así, por ejemplo, en Hawai, Alaska, Vermont o Massachussets), si bien la cuestión ha derivado hacia diferentes soluciones en los diversos Estados (bien mediante la Constitución del Estado respectivo para evitar el reproche, bien mediante la apertura de aquellos regímenes a parejas homosexuales); por lo demás, más allá de los casos pendientes en distintos Estados, el legislador federal ha tratado de limitar, con mayor o menor intensidad, esa posibilidad (Defense of Marriage Act, 1996), con iniciativas muy recientes orientadas a una prohibición expresa del matrimonio homosexual desde el ámbito federal. En Canadá también se ha planteado la cuestión, llegándose en algunos territorios, a la admisión reciente del matrimonio entre parejas del mismo sexo por vía jurisprudencial (como en Ontario y la Columbia Británica). Ahora bien, también en este caso, al igual que en el holandés y el belga, debe significarse que la Carta Canadiense de Derechos y Libertades de 17 de abril de 1982 no incluye el derecho a contraer matrimonio.

A partir de lo anteriormente expuesto, puede fácilmente apreciarse, desde la perspectiva del Derecho comparado, la general concepción del matrimonio como una unión entre personas de distinto sexo, siendo muy pocos los casos en que la institución matrimonial ha quedado abierta a parejas homosexuales, y en aquellos en los que así ha ocurrido, el marco constitucional en el que se encuadran dichas legislaciones difiere notablemente, en la medida en que las Constituciones respectivas no dispensan al matrimonio la protección jurídica que le dispensa la Constitución española, ni por consiguiente dicha institución goza de la garantía institucional de la que se beneficia en el sistema constitucional patrio.

Por todo ello, frente a la opción que refleja la Ley impugnada no puede desconocerse la existencia de otras vías que permiten razonablemente alcanzar los objetivos que se persiguen y, en particular, la regulación diferenciada de la nueva forma de convivencia en pareja al margen del matrimonio; estas opciones han sido muy mayoritariamente las preferidas en los ordenamientos jurídicos más próximos al nuestro, y, como ya señalara el Consejo de Estado en su dictamen, una regulación adecuada y proporcionada en este sentido tendrían mejor encaje también en nuestro ordenamiento e, incluso, serían más adecuadas para la consecución de los objetivos perseguidos por el legislador y no supondría una quiebra del instituto del matrimonio constitucionalmente garantizado.

9. A la vista de todo lo anteriormente expresado, puede afirmarse que la Constitución española y, en concreto, sus artículos 32, 14 y 10.1 no reconocen ni amparan un derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo. El artículo 32 sólo garantiza el derecho a contraer matrimonio al «hombre y la mujer», esto es, a parejas de personas de distinto sexo, y si bien ello no impide que el legislador pueda regular otros modelos de convivencia en pareja entre personas del mismo sexo y hasta reconocer efectos jurídicos a la unión estable «more uxorio», la garantía institucional del matrimonio impide al legislador alterar la institución matrimonial más allá de lo que su propia naturaleza y fundamento tolera, hasta el punto que si bien dicha garantía institucional no excluye que el legislador pueda adecuar las instituciones garantizadas al espíritu de los tiempos, sí le impide hacerlo en términos que las hagan irreconocibles por la conciencia social de cada tiempo y lugar.

Por todo ello, habida cuenta que el primer apartado del artículo único de la Ley 13/2005, de 1 de julio, por el que se añade un párrafo segundo párrafo en el artículo 44 del Código Civil, extiende el matrimonio, sus requisitos y sus efectos, al supuesto en que los contrayentes sean del mismo sexo, es obligado concluir que dicha previsión es contraria al artículo 32 de la Constitución y, como consecuencia de ello, las previsiones contenidas en los demás apartados que modifican la redacción de diversos preceptos del mencionado cuerpo legal, la disposición adicional primera que determina la aplicación del contenido de la Ley en el ordenamiento jurídico y la disposición adicional segunda que modifica diversos artículos de la Ley del Registro Civil, que deben considerarse todos ellos igualmente viciados de inconstitucionalidad.

TERCERO.- Segundo motivo de inconstitucionalidad: Infracción del artículo 10.2 de la Constitución, relativo a la interpretación de los derechos fundamentales y libertades públicas a la luz de la Declaración Universal de Derechos Humanos y de los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España.

El segundo motivo de inconstitucionalidad de la Ley 13/2005, de 1 de julio se fundamenta en la infracción del artículo 10.2 de la Constitución.

Según el citado precepto constitucional, «las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España», tales como el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales firmado en Roma el 4 de noviembre de 1950, la Carta Social Europea firmada en Turín el 18 de octubre de 1961, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos suscrito en Nueva York el 19 de diciembre de 21966 y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales firmado en el mismo lugar y fecha que el anterior (Sentencias del Tribunal Constitucional 5/1981, de 13 de febrero; 38/1981, de 23 de noviembre; 23/1983, de 25 de marzo; 30/1989, de 7 de febrero; 84/1989, de 10 de mayo; 64/1991, de 22 de marzo; 245/1991, de 16 de diciembre; 138/1992, de 13 de octubre; entre otras).

Pues bien, la interpretación del artículo 32 de la Constitución conforme con el artículo 10.2 de la Constitución, en relación con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España, también lleva a concluir que el derecho a contraer matrimonio se predica de la pareja heterosexual. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 15), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 23.2) y el Convenio de Roma para la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales (art. 12) se refieren al derecho del hombre y la mujer a casarse y fundar una familia.

En efecto, la Declaración Universal de Derechos Humanos adoptada y proclamada por la Resolución 217 (III) A de la Asamblea General de las Naciones Unidas en Nueva York el 10 de diciembre de 1948 establece en su artículo 16.1: «Los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia; y disfrutarán de iguales derechos durante el matrimonio y en caso de disolución del matrimonio».

Por su parte, el artículo 12 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales hecho en Roma el 4 de noviembre de 1950 (ratificado por España el 4 de octubre de 1979) dispone que: «A partir de la edad núbil, el hombre y la mujer tienen derecho a casarse y a fundar una familia según las leyes nacionales que rijan el ejercicio de este derecho».

Por otro lado, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos adoptado por la Resolución 2200 (XXI) de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 19 de diciembre de 1966 (ratificado por España el 27 de abril de 1977) previene en su artículo 23.2 que: «Se reconoce el derecho del hombre y de la mujer a contraer matrimonio y a fundar una familia si tienen edad para ello». Y en iguales términos, la Convención Americana de Derechos Humanos de 1970, cuyo artículo 17.2 reconoce «el derecho del hombre y la mujer a contraer matrimonio y a fundar una familia, si tienen la edad y las condiciones requeridas para ello por las leyes internas, en la medida en que éstas no afecten al principio de no discriminación establecido en nuestra Convención».

Como puede fácilmente observarse, en todos los casos citados puede apreciarse una referencia expresa al hombre y la mujer, es decir, al principio heterosexual como criterio determinante del derecho a casarse (frente a otras referencias a «todas persona», «todo ser humano», «todos» o «nadie»).

En relación con el artículo 12 del Convenio, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha proclamado de manera expresa la concepción heterosexual del matrimonio y el reconocimiento a los Estados signatarios de un ámbito de decisión en cuanto a extremos tales como la configuración de los requisitos para contraer matrimonio. Así, en sus Sentencias de 6 de noviembre de 1980 (asunto Dosterwijck contra el Reino Unido) y de 17 de octubre de 1986 (asunto Rees contra el Reino Unido), afirmó que el derecho a contraer matrimonio garantizado por el artículo 12 del Convenio de Roma se refiere al matrimonio tradicional entre personas de sexo biológico opuesto. En esta misma línea argumental, la Sentencia de 27 de septiembre de 1990 (asunto Cossey contra el Reino Unido), señaló que la evolución científica y social habida hasta la fecha no evidenciaba el abandono de la concepción tradicional del matrimonio, por lo que llegó a la misma conclusión. En otro pronunciamiento más reciente, Sentencia de 30 de julio de 1998 (asunto Sheffield y Horsham contra el Reino Unido), el Tribunal señaló que el Estado demandado no había adoptado ninguna medida, pese a la mayor aceptación social de la transexualidad, sin constatar violación alguna del Convenio.

Y si bien algunos pronunciamientos más recientes, como las Sentencias de 11 de julio de 2002 (asuntos I.c. Reino Unido y Christine Goodwin c.) permiten atisbar alguna modulación de la expresada doctrina general, haciendo una interpretación dinámica del Convenio en razón de la evolución social, médica y científica, lo es no para cuestionar la concepción del matrimonio en cuanto integrado por personas de distinto sexo (esto es, al llamado principio de heterosexualidad del matrimonio, que se da por supuesto), sino a los criterios para determinar si concurre o no el principio de heterosexualidad en los casos de transexualidad. En otros términos, lo que tales pronunciamientos abordan, y a lo que se refiere la invocación a la evolución aludida, son los factores relevantes para determinar el sexo de cada uno de los miembros de la pareja, teniéndose en cuenta, fundamental, aunque no exclusivamente, el elemento cromosómico, el fisiológico, o el psicológico.

También el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas se ha pronunciado en la misma dirección: en la Sentencia del Tribunal de Justicia de 17 de Febrero de 1998 ( Caso Lisa Jacqueline Grant contra South-West Trains Ltd. ) se dice: “ …a pesar de la evolución contemporánea de las mentalidades en cuanto a la homosexualidad, las relaciones homosexuales duraderas no están comprendidas en el ámbito de aplicación del derecho al respeto de la vida familiar, protegido por el artículo 8 del Convenio de Derechos Humanos “

Por otro lado, el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa -ratificado por España pero sin que se haya producido su entrada en vigor- incluye en su Parte II («Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión») un artículo II-69, intitulado «derecho a contraer matrimonio y derecho a fundar una familia», con el siguiente tenor: «Se garantizan el derecho a contraer matrimonio y a fundar una familia según las leyes nacionales que regulen su ejercicio». Como ya señalara el Consejo de Estado en su Dictamen de 16 de diciembre de 2004, «es significativo que el derecho a contraer matrimonio ya no se refiere al hombre y la mujer, lo que podría llevar a pensar que, por esta vía, se trata de extender este derecho a las parejas homosexuales (…)», pero como acertadamente pone de manifiesto el Alto Cuerpo Consultivo «hay otros elementos en la Carta que impiden ese efecto: por una parte, el inciso final del mismo artículo 69, de acuerdo con el cual el derecho se reconoce «según las leyes nacionales que regulen su ejercicio»; por otra, el artículo 112 (en el Título VII de la Parte II, «Disposiciones generales que rigen la interpretación y la aplicación de la Carta») que, después de disponer que cualquier limitación deberá respetar el contenido esencial de los derechos y libertades reconocidos, establece que, en la medida en que la Carta contenga derechos que correspondan a derechos garantizados por el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, «su sentido y alcance serán iguales a los que les confiere dicho Convenio (aunque sin perjuicio de que el Derecho de la Unión conceda una protección más extensa); además, añade el artículo 112 que, en la medida en que se reconozcan derechos fundamentales resultantes de las tradiciones constitucionales comunes a los Estados miembros, dichos derechos «se interpretarán en armonía con las citadas tradiciones».

Todo ello es coherente con lo que solemnemente declara el Preámbulo de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión, insertado en el Tratado, de acuerdo con el cual, «dentro del respeto de las competencias y misiones de la Unión, así como del principio de subsidiariedad, los derechos que emanan en particular de las tradiciones constitucionales y las obligaciones internacionales comunes a los Estados miembros, del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, las Cartas Sociales adoptadas por la Unión y por el Consejo de Europa, así como de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos».

Por lo demás, a la previsión contenida en el artículo II.69 del Tratado se refirió el Informe del Praesidium de la Convención, dejando patente que «este artículo ni prohíbe ni impone el que se conceda estatuto matrimonial a la unión de personas del mismo sexo», lo que confirma que se trata de una cuestión que queda a la libre determinación de cada Estado.

Pero además es que, en el ámbito de la Unión Europea, se ha planteado la cuestión atinente al matrimonio entre personas del mismo sexo respecto del estatuto de los funcionarios comunitarios, lo que ha dado lugar a una Sentencia del Tribunal de Justicia de 31 de mayo de 2001 en la que se sostiene que el concepto de matrimonio no corresponde al Derecho interno, sino que es un concepto autónomo, y que, conforme a la definición generalmente admitida en los Estados miembros, designa una unión entre personas de distinto sexo.

A la vista de todo lo anterior, debe concluirse afirmando que la interpretación del artículo 32 de la Constitución de conformidad con la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España lleva a concluir que el derecho a contraer matrimonio se predica respecto de la pareja heterosexual, por lo que una disposición normativa que, como la impugnada, extiende este derecho a parejas homosexuales, contradice el artículo 10.2 de la Constitución.

CUARTO.- Tercer motivo de inconstitucionalidad: Infracción del artículo 14 de la Constitución, en relación con los artículos 1.1 y 9.2 del mismo texto constitucional, relativos al principio de igualdad y a la interdicción de cualquier discriminación por razón de la orientación sexual y su interpretación por el Tribunal Constitucional.

El tercer motivo de inconstitucionalidad se ampara en la infracción del artículo 14 de la Constitución, en relación con el artículo 9.2 del mismo texto constitucional, relativos al principio de igualdad y a la interdicción de cualquier discriminación por razón de orientación sexual, y, más concretamente, en la interpretación que de tales preceptos viene haciendo el Tribunal Constitucional.

La Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio parece tener como fundamento y objetivo más relevante la remoción de toda discriminación basada en la orientación sexual, para permitir el libre desarrollo de la personalidad y preservar la libertad en cuanto a las formas de convivencia «more uxorio» entre personas del mismo sexo, instaurando un marco de igualdad real en el disfrute de los derechos. En su exposición de motivos se apela, como fundamentos constitucionales, entre otros, a «la promoción de la igualdad efectiva de los ciudadanos en el libre desarrollo de su personalidad (artículos 9.2 y 10.1 de la Constitución)» y «la instauración de un marco de igualdad real en el disfrute de los derechos sin discriminación alguna por razón de sexo, opinión o cualquier otra condición personal o social (artículo 14 de la Constitución)», señalando que «son valores consagrados constitucionalmente cuya plasmación debe reflejarse en la regulación de las normas que delimitan el estatus del ciudadano, en una sociedad libre, pluralista y abierta». En este contexto, la Ley permite que el matrimonio sea celebrado entre personas del mismo o distinto sexo, con plenitud e igualdad de derechos y obligaciones, y unos mismos efectos cualquiera que sea su composición.

Al respecto, resulta obvio observar que el principio de igualdad proclamado en el artículo 1.1 de la Constitución constituye un de los valores superiores del ordenamiento jurídico -inherente, junto con el valor justicia a la forma de Estado social, pero también a la de Estado de Derecho-, lo que implica la consecuencia contemplada en el artículo 14 del mismo texto constitucional, según el cual «los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social» y un deber de abstención en la generación de diferenciaciones arbitrarias, pero también la recogida en el artículo 9.2, que obliga a los poderes públicos a «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas» y «remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud». Ahora bien, como viene entendiendo el Tribunal Constitucional, no toda desigualdad de trato cabe entenderse constitucionalmente inadmisible, ni cabe reputarse discriminatoria. Y ello por cuanto, como ha declarado de manera reiterada el Tribunal Constitucional (Sentencias de 2 de julio, 10 de noviembre, 16 de noviembre y 22 de diciembre de 1981), el principio de igualdad jurídica consagrado en el artículo 14 de la Constitución hace referencia, inicialmente, a la universalidad de la ley, pero no prohíbe que el legislador contemple la necesidad o conveniencia de diferenciar situaciones distintas y de darles un tratamiento diverso, que puede venir exigido, en un Estado social y democrático de Derecho, para la efectividad de los valores que la Constitución consagra, como son la justicia y la igualdad (…)»; «lo que prohíbe el principio de igualdad jurídica es la discriminación (…), es decir que la desigualdad del tratamiento legal sea injustificada por no ser razonable»; y por que según ha señalado el mismo Tribunal (Sentencia 253/1988), la igualdad consagrada en el artículo 14 de la Constitución supone que las consecuencias jurídicas que se derivan de supuestos de hecho iguales sean asimismo iguales. De acuerdo con esta doctrina, no se puede pretender utilizar las instituciones jurídicas cuyo origen y contenido tienen un perfil claro y una regulación precisa y aplicarlas a una realidad social distinta que no ha sido contemplada por la Constitución.

En lo que hace al objeto del presente recurso de inconstitucionalidad, no puede invocarse el principio de igualdad, ni la supuesta existencia de una discriminación, ni tampoco la función promocional de los poderes públicos en este orden (arg. ex. artículos 14 y 9.2 de la Constitución), como fundamentos constitucionales de la reforma emprendida, y ello por cuanto, además de que a nadie por ser homosexual se le ha impedido nunca contraer matrimonio, desde una perspectiva de estricta legalidad constitucional nos encontramos en realidad ante una institución social, jurídica e histórica, como es el matrimonio, con perfiles propios derivados de su fundamento y razón de ser. Y por que, en cuanto al derecho a la igualdad, hay que recordar que la igualdad consiste en que hechos iguales tengan consecuencias jurídicas iguales. Ante hechos distintos, entre los que no existe identidad de razón, no cabe pretender consecuencias jurídicas iguales. En otros términos, tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales no es un acto de discriminación sino de justicia, que también es un valor superior de nuestro ordenamiento jurídico a tenor del artículo 1.1 de la Constitución.

Esta argumentación viene apoyada no sólo por la propia configuración institucional del matrimonio, concebido como unión heterosexual por todo cuanto se ha expresado anteriormente, sino también por el Tribunal Constitucional. Es especialmente ilustrativo, en relación con ello, su Auto 222/1994, de 11 de julio, citado anteriormente, en cuyo fundamento jurídico segundo se señala que «al igual que la convivencia fáctica entre una pareja heterosexual, la unión entre personas del mismos sexo biológico no es una institución jurídicamente regulada, ni existe un derecho constitucional a su establecimiento; todo lo contrario al matrimonio entre hombre y mujer que es un derecho constitucional (artículo 32.1) que genera ope legis una pluralidad de derechos y deberes (STC 184/1990)». Y se añade a ello que este argumento viene avalado, además, por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de acuerdo con el cual la exclusión del matrimonio entre personas del mismo sexo no implica violación del artículo 12 del Convenio de Roma, que al garantizar el derecho a casarse, se refiere al concepto tradicional de matrimonio entre dos personas de distinto sexo. Concluye el mencionado Auto 222/1994 que «se debe admitir la plena constitucionalidad del principio heterosexual como calificador del vínculo matrimonial, tal como prevé nuestro Código Civil, de tal manera que los poderes públicos pueden otorgar un trato de privilegio a la unión familiar constituida por hombre y mujer frente a una unión homosexual».

De acuerdo con lo expuesto, las normas contenidas en la Ley 13/2005, de 1 de julio parten de una interpretación contraria a la Constitución y a la doctrina del Tribunal Constitucional del artículo 14 de la Constitución, en relación con los artículos 1.1 y 9.2 del mismo texto constitucional, en lo tocante al principio de igualdad jurídica, razón por la cual debe declararse su inconstitucionalidad también por este motivo.

QUINTO.- Cuarto motivo de inconstitucionalidad: Infracción del artículo 39, en su apartados 1, 2 y 4 de la Constitución, relativos a la protección de la familia, protección integral de los hijos y protección de los niños.

De lo expuesto anteriormente cabe deducir también que la Ley 13/2005, de 1 de julio vulnera el artículo 39 de la Constitución, en lo que se refiere a la protección de la familia (artículo 39.1), a la protección integral de los hijos (artículo 39.2) y a la protección de los niños en general (artículo 39.4), que tienen su principal fundamento en el matrimonio.

En este sentido, el apartado siete del artículo único de la Ley 13/2005, de 1 de julio da nueva redacción al apartado 4 del artículo 175, que queda redactado en los siguientes términos: «4. Nadie puede ser adoptado por más de una persona, salvo que la adopción se realice conjunta o sucesivamente por ambos cónyuges. El matrimonio celebrado con posterioridad a la adopción permite al cónyuge la adopción de los hijos de su consorte. En caso de muerte del adoptante, o cuando el adoptante sufra la exclusión prevista en el artículo 179, es posible una nueva adopción del adoptado».

En otros términos, la nueva redacción del artículo 175.4 del Código Civil, puesta en conexión con el artículo 44 del mismo cuerpo legal en su nueva versión, reconoce la posibilidad de que los cónyuges homosexuales adopten hijos conjuntamente.

Pues bien, tal previsión resulta contraria a la protección integral que los poderes públicos deben procurar a los hijos por mandato de la Constitución (artículo 39.2), por ser contraria al interés del menor, interés que a su vez se erige en el principio rector de la adopción conforme a las normas del derecho interno (artículo 176.1 del Código Civil) y del derecho internacional público (en concreto, el artículo 21 de la Convención sobre los Derechos del Niño adoptada por la Resolución 44/25 de la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989 (ratificada por España el 6 de diciembre de 1990 y disposiciones concordantes del Convenio de La Haya sobre Protección del Niño). Tal principio se ve confirmado por el artículo II.84,2 del Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, el cual, además, establece expresamente en su párrafo tercero que el niño tiene «derecho a mantener de forma periódica relaciones personales y contactos directos con su padre y con su madre salvo si ello es contrario a su intereses», lo que, a su vez, implica reconocer que la filiación adoptiva tiene como referencia la filiación biológica y, por consiguiente, que el ámbito natural en el que se desenvuelve el menor es la unión heterosexual.

Por otro lado, como acertadamente señala el Consejo General del Poder Judicial en su Informe de 26 de enero de 2005, «la adopción está pensada en beneficio del adoptado y ni el adoptado ni la adopción como instituto pueden ser instrumento de legitimación u homologación de relaciones homosexuales», toda vez que «lo que se toma en consideración de los adoptantes no son tanto sus deseos, como su idoneidad para ejercer la patria potestad», y «plantear la cuestión como un problema de discriminación supone, inconscientemente, hacer pasar por delante del interés del menor las aspiraciones y deseos de quienes quieren adoptar». De esta suerte, como dice el expresado Informe, una cuestión que tiene un componente fundamental en la idoneidad para adoptar “se transforma en un problema de discriminación por razón de la orientación sexual, como si se negara a una pareja homosexual, por el hecho de serlo, el derecho a adoptar que se reconoce genéricamente a las parejas heterosexuales, sean o no matrimoniales», siendo así que «no existe un verdadero derecho a adoptar, tampoco en favor de las parejas heterosexuales, luego nuevamente, no cabe hablar de discriminación».

No en vano el propio Consejo de Estado en su tantas veces citado Dictamen de 16 de diciembre de 2004, tras poner de manifiesto las carencias de la tramitación seguida por el anteproyecto en su fase prelegislativa, señaló expresamente que «hubiera sido conveniente incorporar otros estudios e informes en relación con la necesidad y oportunidad del Anteproyecto, dada la importancia de la materia regulada, para una más detenida atención los múltiples efectos que, en muy diversos ámbitos, puede tener la norma proyectada, y para la mejor consideración de los intereses en juego», apunta como algo llamativo que «no se haya recabado un informe de la Dirección General de las Familias y de la Infancia. Más aun cuando el informe dice expresamente que «los problemas sustanciales vienen planteados por los hijos habidos en el seno de estos matrimonios» y que, aunque no es objeto de esta ley regular las cuestiones que plantee la procreación de estas parejas, «es deber ineludible facilitar la mejor atención por parte de estos cónyuges a los menores que pudieran quedar integrados en tales uniones familiares, dada la primacía del interés del menor».

En estas circunstancias, habida cuenta además de que en materia de adopción se constata una gran división de opiniones en el seno de la comunidad científica sobre la conveniencia para el adoptado de recibir por padres/madres a una pareja de personas del mismo sexo, no cabe apreciar una garantía mínima de certeza de que el cambio legislativo operado favorezca al menor. Antes al contrario, debe concluirse que hay un riesgo evidente y prueba de ello es además que en los pocos casos en que las legislaciones han abierto el matrimonio a parejas homosexuales, no se permite sin embargo la adopción conjunta.

De este modo, el principio de «protección integral de los hijos» que debe regir la actuación de los poderes públicos (incluido obviamente la acción del legislador) se ve conculcado por una norma legal como la impugnada, que opera un cambio de gran envergadura en el ordenamiento jurídico sin la suficiente ponderación y justificación sobre su conveniencia y sobre los potenciales riesgos que depara.

También en relación a la adopción, es de notar que la Constitución, en el mismo inciso del artículo 39.2, impone a los poderes públicos la protección de los hijos y también de las madres. Tal mandato tiene sentido incluso en supuestos de filiación adoptiva; la madre adoptiva es beneficiaria de ese «plus» de protección constitucional. De ello se beneficia la entera familia (no en vano el primer apartado del referido precepto constitucional se refiere a «la protección social, económica y jurídica de la familia»). Ahora bien, el supuesto deviene imposible si, en caso de adopción conjunta por una pareja de personas del mismo sexo, nos encontramos bien con dos madres, bien con ninguna. Podría llegarse incluso a la hipótesis ciertamente absurda de que en una adopción por un matrimonio de dos mujeres, ambas serían acreedoras de la «protección integral» de los poderes públicos, y en caso de adopción por un matrimonio de dos hombres, ninguno lo sería. Ello, además de repercutir necesariamente sobre los hijos adoptados en tales condiciones -en cuyo beneficio se produce siempre la adopción- supondría una discriminación de las familias por razón de sexo prohibida por la propia Constitución. Es obvio que la Constitución pensó en proteger a los hijos y a sus progenitores de sexo femenino, asumiendo una relación familiar entre ambas. Privar de tal progenitora de sexo femenino, recipiendaria de la protección integral, a algún hijo, es contrario al diseño constitucional de familia.

Por lo anteriormente expuesto, debe considerarse que el apartado siete del artículo único de la Ley 13/2005, en la medida que posibilita la adopción conjunta de menores por parejas homosexuales, debe reputarse contrario al artículo 39.2 de la Constitución y, en especial, al deber que incumbe a los poderes públicos de asegurar la protección integral de los hijos.

SEXTO.- Quinto motivo de inconstitucionalidad: Infracción del artículo 53.1 de la Constitución, en relación con el artículo 32 de la misma.

La quinta tacha de inconstitucionalidad se refiere a la infracción del artículo 53.1 de la Constitución, en relación al artículo 32 del mismo texto constitucional.

En efecto, tras las consideraciones que se han realizado en los apartados precedentes, la inadecuación a la Constitución de las normas contenidas en la Ley 3/1995, de 1 de julio debe entenderse también referida al artículo 53.1 de la Constitución, de acuerdo con el cual: «(…). Sólo por ley, que en todo caso deberá respetar su contenido esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades, que se tutelarán de acuerdo con lo previsto en el artículo 161.1,a)». En otros términos, dicho precepto constitucional establece el principio de reserva de ley y permite que se regule el ejercicio de los derechos reconocidos en el capítulo segundo del Título I -entre los cuales se encuentra el derecho a contraer matrimonio-, siempre que en tal regulación legal se respete y no se rebase el contenido esencial.

Pues bien, como se ha dicho anteriormente, lo que hace el artículo 32 de la Constitución es reconocer el derecho del hombre y la mujer a contraer matrimonio, consagrarlo como tal derecho, otorgarle rango constitucional y atribuirle las necesarias garantías. Corresponde, por ello, al legislador ordinario determinar una regulación de las condiciones de ejercicio del derecho, siempre que no rebase o vaya más allá de los límites impuestos por las normas constitucionales concretas y del límite genérico del artículo 53.

De este modo, una ley como la impugnada que reconoce a las parejas del mismo sexo un derecho que no tienen constitucionalmente garantizado, determina una alteración de la configuración institucional del matrimonio que va más allá de lo constitucionalmente admisible y que, por consiguiente, afecta al contenido esencial del artículo 32 de la Constitución, lo que supone una violación flagrante del artículo 53.1 del mismo texto constitucional.

SEPTIMO.- Sexto motivo de inconstitucionalidad: Infracción del artículo 9.3, relativo a los principio de jerarquía normativa.

De todo cuanto se ha expuesto anteriormente se deduce también que las normas contenidas en la Ley 13/2005, de 1 de julio vulneran el artículos 9.3 de la Constitución en lo que se refiere al principio de jerarquía normativa.

En virtud de este principio, elevado a rango de principio constitucional por el mencionado precepto, ninguna disposición de carácter general, ora de rango legal, ora de rango reglamentario puede contradecir lo estatuido por otra de rango superior (arg. ex. artículo 1.2 del Código Civil de 1889, artículos 5.2 y 6 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, y artículo 51 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común). Desde el punto de vista de la constitucionalidad, el principio de jerarquía normativa implica el que una ley no pueda contradecir lo dispuesto en la Constitución.

Pues bien, en la medida que, de acuerdo con lo expuesto en las precedentes consideraciones, las normas contenidas en la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio contradicen abiertamente los términos del artículo 32, en cuanto reservan la institución matrimonial al «hombre y la mujer», y, como consecuencia de ello, otros preceptos constitucionales, debe considerarse que dicha Ley conculca el principio de jerarquía normativa reconocido en el artículo 9.3 de la Constitución.

OCTAVO.- Séptimo motivo de inconstitucionalidad: Infracción del artículo 9.3 de la Constitución, relativo al principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.

De igual modo cabe considerar que las normas contenidas en la Ley impugnada infringen el artículo 9.3 de la Constitución, en lo que se refiere al principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.

A este respecto, ha de observarse que los principios constitucionales que integran el artículo 9.3 de la Constitución -legalidad, jerarquía normativa, publicidad de las normas, responsabilidad, interdicción de la arbitrariedad-, no son compartimentos estancos, sino que, al contrario, como ha declarado el Tribunal Constitucional de manera reiterada (Sentencia 27/1981), cada uno de ellos cobra valor en función de los demás y en tanto sirva a los valores superiores del ordenamiento jurídico que propugna el Estado social y democrático de Derecho, entre ellos, la libertad y la justicia.

Por lo demás, aunque el juicio de arbitrariedad suele remitirse a la actuación del poder ejecutivo y, más concretamente, a la actuación de la Administración Pública, la Constitución se refiere expresamente a «los poderes públicos» (artículo 9.3), y al hacerlo así introduce un mecanismo de revisión en manos de los Tribunales ordinarios y del Tribunal Constitucional de la actuación de los poderes públicos, incluido del poder legislativo. Y expresión de arbitrariedad del legislador puede ser tratar de manera igual situaciones desiguales en los términos anteriormente argumentados.

Por ello, la apertura de la institución matrimonial a parejas del mismo sexo cuando el artículo 32 de la Constitución reserva la titularidad y el ejercicio de este derecho al «hombre y la mujer», y ello además mediante la aprobación de una ley ordinaria y sin la previa reforma de la Constitución constituye una arbitrariedad del legislador que no se compadece con el principio de interdicción de arbitrariedad de los poderes públicos, que informa la Constitución, y cuya infracción evidencia otra tacha de inconstitucionalidad de la Ley impugnada.

NOVENO.- Octavo motivo de inconstitucionalidad: Infracción del artículo 167 de la Constitución, relativo a la reforma constitucional.

Finalmente, la Ley impugnada supone una infracción implícita de las reglas constitucionales en materia de reforma constitucional y, más concretamente, de la previsión contenida en el artículo 167 de la Constitución, en relación con las restantes reglas del mismo Título X, conforme a las cuales la reforma constitucional exige observar el cauce expresa y formalmente previsto por la propia Constitución.

Como es habitual en el constitucionalismo comparado, la Constitución española prevé el cauce a seguir para su propia revisión, ya sea total o parcial, siendo así que, como ha señalado el Tribunal Constitucional, «los enunciados de la Constitución no pueden ser contradichos sino mediante su reforma expresa (por los cauces del título X)» (Declaración de 1 de julio de 1992, fundamento jurídico cuarto). Desde esta perspectiva, una revisión de la Constitución mediante una ley ordinaria que altera el significado de una norma constitucional sin tocar su letra, constituye una auténtica mutación del orden constitucional que se produce en manifiesta contradicción con el texto de la norma y con las reglas que previenen el cauce formal para que la Constitución pueda ser eventualmente reformada.

La aplicación al caso objeto del presente recurso de los criterios y doctrina expuesta lleva de manera ineluctable a considerar que la reforma constitucional sería la única vía posible para introducir en el ordenamiento patrio el matrimonio entre personas del mismo sexo, de tal suerte que su introducción por ley ordinaria en clara contradicción con el artículo 32 de la Constitución, supone una infracción múltiple de la Constitución conforme a lo expresado en las consideraciones que preceden, pero además una violación de las reglas previstas en su Título X (en concreto, el artículo 167 y disposiciones concordantes), dado que se opera una reforma constitucional sin observarse el cauce formal constitucionalmente establecido.

Por todo lo expuesto, al Tribunal Constitucional

SUPLICO

Que, teniendo por presentado el presente escrito, con sus respectivas copias, se sirva admitirlo y tenga por interpuesto RECURSO DE INCONSTITUCIONALIDAD contra la totalidad de la Ley 13/2005, de 1 de julio, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer matrimonio, y, en particular, contra las normas contenidas en el artículo único y las disposiciones adicionales primera y segunda de dicha Ley, y de conformidad con los razonamientos expuestos y los que en derecho resulten de aplicación, lo admita a trámite y, previos los trámites procesales a que hubiere lugar en Derecho, dicte Sentencia declarando la inconstitucionalidad del apartado primero del artículo único de la mencionada Ley y, como consecuencia de ello, los demás apartados del mismo artículo único y las disposiciones adicionales primera y segunda, declarando la nulidad de los preceptos y disposiciones impugnadas y de la Ley en su totalidad.

OTROSÍ DIGO

Que se solicita que el Tribunal Constitucional recabe del Congreso de los Diputados y del Senado y del Gobierno de la Nación el expediente y cuantos informes y documentos se hayan elaborado por los órganos constitucionales o de relevancia constitucional en relación con la Ley y extremos impugnados.

Es justicia que pido en Madrid a 28 de septiembre de 2005.

Ignacio Astarloa Huarte-Mendicoa