Hace unos días leía un texto del jefe de opinión de El Confidencial, Esteban Hernández* (Por qué estas Navidades son como son: la explicación de un intelectual católico) y me enteraba de algunas cosas de las que no tenía ni idea: el texto de un Chesterton especialmente sugerente. En otra columna también navideña pero de 2017 me enteraba del origen de la película «¡Qué bello es vivir!» que justo acababa de ver. Ambas columnas están relacionadas, no sólo por la temática navideña, ya veréis.

Niña pelirroja

Photo by Edgar Hernández on Unsplash

Esteban Hernández detecta varios factores en la gestión de la covid que me parecen esenciales para entender qué nos está pasando:

La impaciencia: «el deseo de resolver rápido todos los problemas y de asumir costes muy limitados llevó a una conducta apresurada, la de cerrar lo mínimo indispensable y abrir enseguida, que condujo a la imprudencia, algo que no hicieron diferentes países asiáticos».

Hernández nos recuerda que ese rasgo es propio de la cultura actual, que se ha instalado en el éxito rápido, sea político o económico (bueno, que hemos pasado de una cultura de la huella a una del impacto).

La impaciencia, dice Hernández, es un diagnóstico benévolo. No estoy de acuerdo. La impaciencia tiene un nombre que parece inofensivo pero que produce resultados devastadores y un rasgo muy acentuado de una sociedad enferma emocionalmente. La compasión se confunde con la impaciencia, la lucidez con la frialdad.

Es la impaciencia del corazón, tan bien descrita por Zweig:

Estamos, desgraciadamente, en una época en la que la impaciencia ante el sufrimiento ha sustuido al amor que es capaz de estar pacientemente cuidando hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá. Todo se quiere solucionar rápido y de manera indolora para quien decide, quien sufre no sale en los telediarios.

Y esa impaciencia produce, como Hernández recuerda, el autoengaño. Hagamos como que no hay virus. Hemos vencido al virus, dijo un sujeto (que resultaba ser presidente del gobierno de España) en julio. Y parte de la sociedad le ha seguido el juego. También ahora, en diciembre, en el que políticos y medios han decidido que el virus es profundamente creyente y respeta la tregua navideña.

Pero lo que da título a este post es una niña pelirroja, que Hernández menciona en su columna. La niña pelirroja (todos los héroes chestertonianos son pelirrojos) es una concreta niña de los suburbios de Londres. Se produjo un brote de piojos en los barrios pobres y los políticos del momento decidieron que la solución era rapar a todos sus habitantes. Chesterton dice al respecto que la razón que aducían los políticos es que el pelo largo y las condiciones de vida de los suburbios son las que promueven la propagación de los piojos. Chesterton se rebela: ¡lo que está mal es el hacinamiento y los piojos, pero ellos deciden eliminar el pelo!

Esa misma indignación nos tenía que embargar a todos. Las decisiones sanitarias no se toman para erradicar el virus y la pobreza que está ocasionando sino para proteger a los políticos o ciertos sectores económicamente poderosos.

Chesterton, sobre el pelo rojo de esa niña, construye una política que es la auténticamente humana: porque el pelo de la niña debe ser protegido, sus padres deberían tener tiempo para cuidarla, porque sus jefes no los explotarían con jornadas de trabajo abusivas, porque los políticos harían leyes para que las aulas no estuvieran atestadas de niños. Y volvemos a la impaciencia. Dice Chesterton: todo esto no se hace porque sería largo y laborioso cortar la cabeza de los tiranos, es más fácil cortarle el pelo a los esclavos.

Sería largo y laborioso implementar un servicio de cuidados paliativos en España pero es mucho más fácil facilitar la eutanasia. Sería largo y laborioso estructurar un servicio estatal de inspección de residencias de ancianos pero es muy fácil cerrar el contacto entre los residentes y sus familiares. Sería largo y laborioso estudiar las necesidades reales educativas de las personas con alguna discapacidad pero es fácil y rápido decidir que se tienen que integrar en centros escolares ya previamente masificados. Sería largo y laborioso financiar adecuadamente a una red de colegios concertados plurales pero es más rápido y fácil decidir que sus estudiantes se deben ir a una educación pública más cara y ya previamente masificada. Sería largo y laborioso investigar por qué España tiene un tan alto índice de mortalidad por covid comparado con los países de su entorno pero es más facil y rápido negar las cifras.

Y así todo. Una política que ha huido de la realidad está en su pleno apogeo ante la inmensa desgracia que está asolando al planeta, una política ejercida por impacientes que desean solucionar la desgracia acelerando la desaparición de los molestos. Si esto no produce una rebelión social, ya nada los hará. La palabrería sobre resiliencia, sobre macroeconomía, sobre las disputas en el seno del consejo de ministros, sobre la imagen de España o la monarquía desplazan cotidianamente la realidad dura, penosa y concreta de la muerte, la enfermedad, la pobreza, la incertidumbre, el miedo de millones de personas concretas e irrepetibles.

La única esperanza, aquí entra la película de Capra, es que haya millones de George Baileys dispuestos a superar la impaciencia, a desterrar sus sueños de aventura, a atarse a una realidad cotidiana ramplona para mejorar la vida de algunas personas concretas. A que algunos políticos se fijen en la niña pelirroja, en el chico inmigrante sin acompañante adulto, que piensen cómo mejorar la vida de la niña y el chico, qué servicios públicos, qué sociedad debería arroparles, qué educación deberían tener, qué economía debería darles oportunidades, qué clase de familias podrían formar en el futuro, qué clase de cuidades deberían tener cuando fueran ancianos. Como Chesterton dice, el sábado ha sido creado para el hombre, no el hombre para el sábado. Si el dintel de una puerta no deja pasar la frente del dueño de una casa, debe ser modificado. Si un régimen político no sirve a la niña pelirroja y al chico inmigrante, debe ser derribado.

 

 

 

 

 

*Esteban Hernández es probablemente el mejor jefe de opinión de los medios españoles. Leer sus columnas es dejar de transitar por lo conocido, no confunde la opinión con la trifulca, no se dedica a fustigar ni a provocar, tampoco a la columna salomónica (la que gira sobre sí misma y lo estupenda que se encuentra). En serio, seguidle.