Este texto es el último de una serie:
Hablemos claramente de corrupción
La patria y el cuarto mandamiento
El cambio cultural más profundo pasa inadvertido para los que están en las trincheras, al que se pasa el día (y a veces las noches) con el arma preparada para disparar al que considera su enemigo. Todas las guerras terminan cuando quienes te contaron que erais enemigos firman la paz. Aquí está pasando lo mismo.
Te han contado que tus enemigos son los de derechas o te han contado que tus enemigos son los de izquierdas. En realidad, como en toda la historia de la humanidad y como bien sintetizaba Viktor Frankl, hay seres humanos decentes e indecentes y ambos están en todos los grupos.
Tras la caída del muro de Berlín no se ha producido el fin de la historia sino que Occidente se apaga, Occidente ha perdido la paz. La fuerza que puso al bloque soviético de rodillas no fue solamente la ineficacia económica del comunismo sino el ansia de libertad que habita en todo ser humano. Hemos terminado la contienda y tenemos un capitalismo sin riendas y la libertad humana en serio compromiso.
El modelo económico y social que se ha impuesto por la vía de los hechos es una profunda deshumanización en la que cada vez más el ser humano se entiende como un recurso económico extraíble, igual que la madera o el petróleo. Hace unos meses escuché a un economista decir que antes la política estaba por encima de la economía, luego la economía estuvo por encima de la política y ahora es la contabilidad la que está por encima de la economía. La hoja de cálculo está por encima del ser humano. Y ese proceso se verificó tras la caída del muro: el capitalismo ya no necesitaba simular cierto interés por el ser humano.
A mí me da la sensación de que en realidad no venció Occidente sino el capitalismo de Estado chino como modelo deseable. Pax sinica.
La economía y el mercado son personas, no hojas de cálculo. La economía y la política son personas, millones de personas, tomando decisiones libres pero la situación actual es la del cálculo del beneficio a corto plazo sin cortapisas éticas. Y eso sucede tanto en la economía como en la política, la maximización del beneficio a corto por encima de la reputación, de la ventaja competitiva a medio y largo plazo, del bien común (qué concepto tan antiguo). Y, sobre todo, por encima de la libertad de los demás.
Esto es parte de lo que ahora está en juego, la dignidad humana y la libertad.
Ahora mismo, lo que las oligarquías (no las llames élites) pretenden es mantener y fortalecer sus posiciones en política y economía. La maldición del gigantismo, el libro de Tim Wu, cuenta cómo la limitación que hace 40 años existía para la concentración del poder económico ha volado por los aires. Cada vez hay menos competencia, más desigualdad, más deslocalización lo cual genera dinámicas reaccionarias de nacionalismo, populismo y sufrimiento material y personal. Ese fue exactamente el camino que eligió Europa a principios del siglo XX y parecemos empeñados en repetir el mayor fracaso de la humanidad.
El liberalismo era un sistema que buscaba la disolución del poder, tanto político como económico, la devolución de la soberanía a la sociedad, un sistema de contrapesos que hiciera que ningún poder fuera tiránico. Ahora, algunos de los autodenominados liberales están a favor de reagrupar el poder económico en unas pocas manos, en manos de una oligarquía, mientras te quieren convencer de que te están defendiendo de peligrosos comunistas. Te entretienen con guerras culturales entre izquierda y derecha o entre inmigrantes y nacionales. Porque resulta que los peligrosos comunistas también están a favor de concentrar el poder en pocas manos, pero por las oligarquías que ellos decidan. Igual que en los años 30.
¿Qué quiero decir con esto? Que hay fuerzas deshumanizadoras que se visten de traje de respetabilidad cristiana porque necesitan disfrazar sus auténticos propósitos. Si leen «Cómo EEUU quiere cambiar de Papa» lo entenderán mejor.
La dignidad humana no se puede entender por tramos de edades. No puede ser, querido conservador, que el inicio y final de la vida te obsesionen tanto que te olvides de los 80 años que hay por el medio. Es increíble que te emocione tanto el nasciturus y te importe tan poco el que lleva en su vientre la inmigrante violada que quiere entrar en tus playas. Tan increíble que ni siquiera yo me creo tu interés por el nasciturus.
Si hay personas interesadas realmente en recristianizar esta sociedad pagana en algunos aspectos (en otros muchos no) que sean, como Juan Pablo II quería, expertos en humanidad, no en trifulcas.
Los críticos son los auténticos optimistas
Jaron Lanier dice en el documental “El dilema de las redes” que los críticos son los auténticos optimistas y creo que es una gran verdad. Las personas que se plantan ante la realidad y piensan que todo está muy bien o son tontas o piensan que la realidad no puede ser mejor de lo que es. Estoy convencida de que la sociedad puede ser mucho mejor, que cada persona puede esforzarse más por ser más ejemplar, por expandir su bondad alrededor, por hacer más densa su vida. Y eso necesita, como dice Lanier, pararse, pensar y señalar: “esto es una estupidez, se puede hacer mejor”. Especialmente ante las propias estupideces. Eso es tener confianza en la inteligencia y en la bondad del ser humano, no ser cínico, tener esperanza, saber que lo mejor está por llegar.
A lo largo de la historia ha habido personas que han planteado las contradicciones de una sociedad, sacudiendo las conciencias, removiendo ideas preconcebidas, denunciando injusticias. Para ser sinceros, esas personas se han encontrado en numerosas ocasiones con que quien se oponía a sus ideas era precisamente la jerarquía de la Iglesia. Tantos siglos de hegemonía cristiana establecieron un vínculo entre cristianismo y conservadurismo. Cristiano y reaccionario eran casi sinónimos y hoy en España en la boca de los propios cristianos se intercambian como sinónimos cristiano y conservador. Socialdemocracia y laicismo no necesitan ir de la mano. Pues hay que pararse y pensar si esto tiene algún sentido, si acaso alguna vez lo tuvo o es una estupidez y se puede hacer mejor.
El feminismo se encontró con la oposición de la Iglesia, el liberalismo se encontró con la oposición de la Iglesia, la separación entre Iglesia y Estado se encontró con la oposición de la Iglesia y la laicidad como principio hubo de esperar al Concilio Vaticano II. Antes estaba vetado. ¿Ha llegado el Vaticano II a la mentalidad de muchos católicos españoles? Lo dudo.
¿Qué deducir de todos estos fenómenos históricos? ¿Es que no es buena la igualdad entre hombre y mujer y no estaba en germen en el Evangelio? ¿Es que los reyes son soberanos y los pueblos súbditos? ¿Es que la Iglesia debe aspirar a dictar al rey las normas del Estado? Son preguntas que no se han escogido caprichosamente, porque hay quien sigue negando que el feminismo es un asunto de derechos humanos (y aún falta que entre en las cabezas) y hay quien añora un pasado de caudillo, nacionalcatolicismo, misa de doce y aperitivo.
Es el cristianismo social, burgués, de persona acomodada que encima se siente atacada. Es alucinante pero es así. No es que no hayan perdido ningún derecho, es que cualquier sonrisa desdeñosa les parece un martirio. Son los que demandan guerra cultural. Bernanos decía durante la II Guerra Mundial: «Lo que indigna a los pueblos en nuestro sistema social, […] es que el dinero tenga, no el rostro de un tirano, sino el de un maestro legítimo, honrado, bendecido» y esa legitimación, honradez y bendición le ha llegado de manos de los católicos. El mismo horror que producía a Bernanos esa incoherencia brutal que se produjo en la represión franquista: el clero bendiciendo a un tirano vengativo que reprimió a quien no pensaba como él. Está pendiente una petición de perdón concreta por los asesinatos vengativos tras el final de la guerra. Está pendiente, no por mí, está pendiente porque donde no hay penitencia no hay sanación y porque decenas de miles de personas tienen en su historia familiar un asesinado o un represaliado por un régimen bendecido por la Iglesia. Es un horror que desencadena otro Viernes Santo, acabas condenando inocentes, bendiciendo a Herodes y a Pilatos, como hizo Caifás.
Reconozco que la lectura de Bernanos me ha influido en esta forma de pensar y me ha influido leer el prólogo que el arzobispo de Granada, Francisco Javier Martínez, escribió a su obra «Escritos inéditos en torno a la Guerra Civil española«. En ese prólogo, Martínez afirma que la lectura del pensamiento del escritor francés vendría muy bien a catolicismo español, iberoaméricano y norteamericano. Bernanos desenmascara la hipocresía del catolicismo ideológico, sea de derechas o de izquierdas.
Parece claro que esas “guerras culturales” se plantearon de manera equivocada por parte de los entonces “intelectuales católicos”, al escoger un bando, atribuirse la capacidad de discernir el trigo de la cizaña y mira que ya se lo había advertido su Fundador.
El trigo y la cizaña
San Juan Pablo II – sí, el héroe ahora de los partidarios de las guerras culturales- decía en su libro «Memoria e identidad» que la parábola esencial de la historia es la del trigo y la cizaña. A veces nos quedamos con la parte negativa: en medio del trigo está la cizaña, pero Juan Pablo II el Magno veía la otra cara de la moneda: en medio de la cizaña está el trigo.
De hecho, si uno lee atentamente la parábola se ve que el dueño del campo está muy interesado en preservar el trigo y no le importa que la cizaña crezca: “Dejadlos crecer juntos”. ¡Qué importante es esta actitud! Es la actitud que ha aprendido Francisco de la escuela de San Ignacio: el discernimiento. No es fácil distinguir la cizaña del trigo, es más, es imposible mientras no se han desarrollado totalmente así que déjalos crecer porque lo que te parece cizaña (igualdad entre hombre y mujer, derechos humanos, estado de derecho, democracia, etc.) es trigo y lo que piensas que es trigo, en realidad, es cizaña.
Es un enorme error pensar que las ideas justas, buenas y bellas se producen solamente en el bando de los cristianos porque la historia nos ha demostrado sobradamente que el Espíritu sopla donde quiere. No hay que asumir la mentalidad de guerra cultural porque la cultura -como la palabra misma expresa- se cultiva y en medio de las trincheras no crece nada. Acabas arrasando todo porque hay -te parece a ti- cizaña que arrancar.
Si se afronta la tarea de pensar como un ejercicio de propaganda, efectivamente hay unos de mi bando y otros del contrario. Allá quienes quieran vivir de la trifulca, son muy dueños de emplear su tiempo en las redes sociales o en los periódicos polemizando¹, pero, por favor, no lo llamen sabio, llámenlo, si quieren, intelectual, porque el intelectual es un producto perecedero que surgió en el siglo XIX con la intención de influir en la sociedad por un presunto prestigio elitista. Y así nacieron los intelectuales de izquierdas y de derechas y se dedicaban a ser cuanto más agudos, mordaces o brillantes mejor.
Ese trabajo era a tiempo completo, se estrenaron en Francia y el estilo subyugó a Occidente. Su culmen se alcanzó con la televisión de los años 60 y el paradigma de la crueldad argumentativa es la disputa televisiva entre Gore Vidal y William Buckley. El debate se había convertido en un espectáculo y así sigue en nuestros días. Fue un intento brillante de ABC News por aumentar su audiencia y lo consiguió. Por supuesto que ni Buckley ni Vidal tenían ninguna intención de entenderse, de expresar lo que realmente pensaban ni de interpretar lo que realmente había dicho el otro. Consagraron ese principio que se ha establecido en los “debates” de hoy en día: “el sesgo en contra de entender” tan brillantemente explicado por Mark Thompson en su libro “Sin palabras”.
Hoy hay quien pretende seguir viviendo haciendo de intelectual. Los reconoceréis porque no paran de hablar y escribir. Lo que no sé es si tienen tiempo para leer y pararse a pensar. Muchas veces escriben en sitios donde no les pagan, pero dan visibilidad, con la esperanza de dar el salto a la televisión. Ahí pagan.
Vivir de ser intelectual cristiano es lo que pretenden algunos. De nuevo, imitan al predicador televisivo americano, un modelo de capitalismo religioso que suele ser bastante rentable.
El relato
Quienes quieren convencernos de que es necesario intervenir en esos debates olvidan que el medio es el mensaje y que no sirve cualquier medio para expresar un mensaje que, además, es fundamentalmente vital, personal , no intelectual, no moral. Y con eso no estoy yéndome al lado emocional sino al que incorpora al ser humano de pies a cabeza. McLuhan -por cierto, un cristiano que jamás llevó su fortísima vida y convicciones católicas a la televisión en la que intervenía frecuentemente- decía que Jesucristo era el único que en verdad el medio era el mensaje. Los demás somos medios muy deficientes pero estropear el medio es estropear el mensaje. (ver The medium and the light)
El relato no puede ser una batalla o una guerra. Eso es distorsionar el mensaje cristiano porque se entra en el marco mental de la lucha por el poder. Polarizar no es cristiano, enfrentar no es cristiano, decirse poseedor de la verdad en asuntos temporales no es cristiano.
Quienes hablan de guerra o batalla cultural olvidan todo esto, por no pensar en las consecuencias de lo que dicen o porque están viviendo en un contexto en el que el mensaje es otro diferente del cristianismo. Es un mensaje quizá conservador, quizá liberal; político, en todo caso, pero no cristiano. Un cristiano no puede tener el sesgo en contra de entender, un cristiano no puede dejar de reconocer el trigo que ve en medio de la cizaña ni puede arrancar espigas porque vienen del campo de los de la cizaña. No lo puede hacer porque tiene que reconocer que él tampoco es trigo limpio. Y porque ya se lo avisó el Señor del campo: ni los ángeles se aclaran para distinguir uno de otro.
Entonces, ¿qué? ¿A las catacumbas, a las fieras, a la irrelevancia? No. A elegir buenos medios para encarnar el mensaje. Y uno de los medios esenciales es no escoger trincheras, no sentirse víctima ni atacado por la sociedad, no sermonear con el pasado porque, querido conservador, no ha habido mejor tiempo que el de ahora (como bien recordaba Javier Gomá) para ser enfermo, preso, inmigrante, mujer, discapacitado. Y eso no lo ha conseguido el conservadurismo sino el que ha avistado en el progreso, el progresista, que había que cambiar el estado de las cosas, que había injusticias estructurales, que la dignidad humana exigía una sociedad diferente. Ciertamente estoy un poco cansada de que me intenten convencer de que cualquier tiempo pasado fue mejor y de ver hombres asustados por perder sus privilegios.
Dice Jaron Lanier en su último libro: «La empatía es el combustible que mueve una sociedad decente. En su ausencia, no hay más que áridas normas y luchas de poder». No tengo ni idea de si Lanier se identifica como cristiano pero esto es un resumen maravilloso de una receta que no falla. Y lo dice quien introdujo la definición de empatía dentro de la realidad virtual. Si no le gusta la palabra empatía, utilice simpatía o compasión o comprensión o la que le resulte más cómoda. Es el contagio emocional, es en realidad el pathos que permite expresarse de una manera que incluya al otro en el discurso, su presente interior, su contexto, su biografía. Y eso, como bien explica Lanier, es prácticamente imposible en las redes sociales.
En segundo lugar, no confundir la moral con la costumbre. Lo que hacían tus padres o abuelos era la costumbre. Hoy son costumbres insoportables. Como Ana Marta González explica:
Quienes confunden la moral con la costumbre tienen muchas posibilidades de perderse en el camino. El acceso de las mujeres a la educación y al mundo laboral, las oportunidades vitales que se han abierto para las mujeres –y que muchas ven frenadas por el llamado “techo de cristal”— no son compatibles con inercias culturales y sociales arrastradas desde hace siglos y que hoy ya resultan difícilmente tolerables, tanto en el ámbito de las relaciones familiares como en el mundo laboral.
Tercera pista, ésta de Bernanos, de nuevo:
Espero que unos jóvenes cristianos franceses hagan entre ellos, de una vez para siempre, el juramento de no mentir jamás, incluso y sobre todo de no mentir al adversario, de no mentir nunca, bajo ningún pretexto, y menos aún, si es posible, bajo el pretexto de servir a unos prestigios a los que nada compromete tanto como la mentira.
A eso hemos llegado.
No basta ya con decir: «soy cristiano». Hay que decir: «soy un cristiano que no miente», ni siquiera por omisión, que da la verdad toda entera, sin mutilarla.
Otra pista, ya la última. Como decía más arriba, pedir perdón. ¿Ves cómo no puede ser una guerra ni una batalla?
¹ Cuando estaba escribiendo este texto, se produjeron una serie de textos cruzados sobre la cuestión de la falta de presencia pública de los intelectuales cristianos. El resumen que más me ha gustado es éste. Dos precisiones: si por intelectual nos referimos al académico, al estudioso, a la persona que dedica sus energías a las humanidades, a la ciencia, a la cultura etc. etc. hay centenares de intelectuales cristianos en España, otra cosa es que los autores de las tribunas periodísticas no hayan conocido a ninguno. Como eso es bastante improbable -que no hayan conocido a ninguno- se supone que se refieren a intelectuales cristianos famosos. En realidad, habría que preguntarse si hay intelectuales famosos, sin más. No por culpa de los intelectuales sino porque los medios de comunicación españoles han declinado graciosamente su responsabilidad de transmitir el legado cultural de su patria. Lástima.
La otra acepción de intelectual es la que utilizo en el texto principal y me temo que es la que tienen en mente los que discuten sobre esta materia.