Me molestan la mentira y la manipulación, cómo no, pero me empiezo a sentir molesta también con un vocabulario y unas posturas académicas en comunicación que parecen más un catecismo que un debate de ideas.

Las alarmas se me encienden cuando veo palabras y expresiones que no necesitan definición, que son imágenes más que conceptos, que se comparten como las adecuadas y académicas para definir realidades muy complejas. Por ejemplo, máquina del fango (imagen sin definición precisa), por ejemplo, discurso del odio (¿de dónde sale esa expresión tan militante?)

Me refiero a un campo de conocimiento que toco habitualmente en mis clases, en la investigación y la divulgación: la teoría de la comunicación y la documentación audiovisual tratan de la manipulación, de la propaganda, de la verificación, del fact-checking, de la desinformación, del discurso del odio.

Reconozco que esa expresión – discurso del odio – siempre me ha producido rechazo porque parece dar un estatus mágico a las palabras y quiere convertir en delito los símbolos, algo que en el siglo XX habíamos dicho que no, que las palabras no delinquen. ¿Os acordáis que en plena ola terrorista en España había medios de comunicación como Gara o Egin1 que defendían la legitimidad del terrorismo y los dejábamos publicar todos los días y difundir sus ideas porque las palabras no delinquen?

¿Hay delitos que se cometen con palabras? Por supuesto: las calumnias, las injurias, las intromisiones en el honor. Por ejemplo, esta semana pasada ha tenido que hacer una rectificación pública por injurias un periodista y hace meses, una ex ministra por intromisión en el honor.

Pues ahora parece ser que las palabras son lo más peligroso, incluso más que las armas.

A propósito de eso, ha habido una declaración que en España ha pasado de puntillas pero que ha merecido la atención de medios como The Times, France Soir, BBC, Die Welt.

Se trata de la declaración de Westminster

La han firmado personalidades de todas las tendencias: Soto Ivars, Yanis Varoufakis, Tim Robbins, Snowden, Jonathan Haidt, Assange, Oliver Stone, etc.

Destaco unos párrafos:

«Censurar en nombre de «preservar la democracia» invierte lo que debería ser un sistema de representación que emana desde la ciudadanía hacia sus representantes y lo convierte en un sistema de control ideológico en sentido inverso».

«Al etiquetar ciertas posiciones políticas o científicas como «desinformación» o «malinformación», nuestras sociedades corren el riesgo de quedar atrapadas en falsos paradigmas que privan a la humanidad del conocimiento adquirido».

«Esto ha ocurrido con el pleno apoyo de los «expertos en desinformación» y los «verificadores de datos» de los principales medios de comunicación, quienes han abandonado los valores periodísticos del debate y la investigación intelectual».

Lo peligroso de esta situación es que se está dando un menú cerrado de ideas y hechos, como si estos no estuvieran en discusión de manera permanente porque son percepciones humanas y, por tanto, limitadas. Parece que hay unos oráculos (expertos y verificadores) dictando verdades sobre materias muy discutibles.

El simple formato de verdadero/falso en cuestiones sociales, que son las que trata el periodismo, es un maniqueísmo que reduce la complejidad de la realidad hasta tal punto de ser una manipulación. Para los más interesados, recomiendo este artículo que resume la situación de una manera brillante.

  1. Sé que el diario Egin se cerró por orden del juez Baltasar Garzón, entonces en la Audiencia Nacional. Lo cerró con un sistema similar al que se usó para meter en la cárcel a Al Capone, pero el Supremo dictaminó que no había sido lícito el cierre.